Otras miradas

Adiós a una carretera del siglo XX

Conxa Rodríguez

Adiós a una carretera del siglo XX
Viaducto en construcción del nuevo tramo de la N-232 entre Vallivana y el puerto de Querol. Ayuntamiento de Morella (Cedida).

Este 20 de julio de 2022 está previsto que el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y un nutrido séquito de autoridades inauguren el nuevo tramo de la N-232, enlace de la costa valenciana con Aragón, a través de una cadena de sofisticados viaductos que esquivan, como un malabarista, rocosas montañas, pronunciados barrancos y peligrosas curvas. El regocijo mediático generado por el evento revive la película Bienvenido Míster Marshall, portador del desarrollo a la España de la postguerra. Se materializa un mito para la zona geográfica.

Los adelantos norteamericanos (hoy son chinos) en materia de infraestructuras de hace 80 años, eran desconocidos para mí. La carretera que ha quedado obsoleta en favor de los viaductos, en cambio, me es muy familiar, la he transitado desde que tengo uso de razón; en primavera, verano, otoño e invierno; mañana, tarde y noche; triste y alegre. Los agrestes 24 kilómetros -de los 65 que separan Morella de Vinaroz (ambas en Castellón)- se han reducido a 17 y el tiempo que se tardaba en recorrerlos se ha acortado en diez minutos. Así se mide el progreso.

En la década de 1970 tardábamos más de una hora en descender de las montañas y otro tanto en recorrer los llanos hasta llegar al mar cerrado; parecía, más bien, un océano abierto. Tres horas, al menos, de viaje, en día de San Juan o de San Pedro, para ir a la playa, o bajar a Castellón a sacar el DNI. Y había que regresar antes de anochecer. Hoy son 45 minutos. Aún percibo el impacto que me produjo ver por primeva vez la inmensidad del mar desde un punto exacto del paseo marítimo de Vinaroz, en donde ha desaparecido la balaustrada de pilares de piedra, sustituida por el urbanismo globalizado. Aquel día de verano de la década de 1960 debía de tener siete u ocho años de edad; hasta entonces sólo había visto el mar en la tele del bar o en foto. Mis ojos ante la forma del agua constituían un avance generacional, puesto que mi madre lo vio por primera vez de joven o adulta, y mi abuela materna ni en la tele. Sin embargo, el abuelo, lo conoció en un viaje al sur de Francia para sondear la migración de unos parientes.

La carretera eliminada por la macro infraestructura es una pendiente de unas ocho curvas, conocidas como las de Vallivana, de unos 180 grados de ángulo; no desaparecerá de la noche a la mañana. De momento, queda escondida, tapada por enormes vigas de hierro, puentes y arcos alzados en el aire sobre brutales pilares de hormigón y un túnel de 195 metros. Aunque España es el segundo país más montañoso de Europa (detrás de Suiza), quienes arribaban a Morella solían exclamar: "¡Vaya cuesta para llegar!". Los lugareños, al alcanzar el pueblo, mirábamos con indiferencia la señal que rezaba "Zaragoza 180 km". La ruta seguía su curso hacia lo más profundo.

La naturaleza engullirá, a su ritmo, la senda serpenteante, la que yo conocí asfaltada de alquitrán, después de haber sido de tierra y surco, y punto estratégico en la última fase de Guerra Civil. En los viajes siempre teníamos que parar. Mi padre no era mecánico, aun así, conocía sus vehículos; si no era el radiador que se calentaba demasiado, era alguna pieza que desencajaba. Lo arreglaba él o esperábamos a que enfriase el radiador. Si el vehículo no se averiaba, con tanta curva, alguien se mareaba y teníamos que parar para vomitar o tomar el aire. Los peones camineros reparaban los hoyos para evitar dañar los neumáticos de los automóviles. Mi padre decía que los socavones eran tan abundantes porque cubrían la vía de una fina capa de asfalto adulterado: se derretía en verano y se agujereaba el resto del año. Se lo había dicho un conocido, que había construido carreteras en Alemania, allí arrojaban un palmo de puro alquitrán.

Cuando me saqué el carnet de conducir a los 18 años me sentí la dueña de la pista. Por la carretera muerta me fui, primero a Barcelona, después a Londres. Morella entraba en lo que ahora califican de España vaciada. A principios del siglo XX tenía siete mil habitantes; en el último censo ha bajado de los 2.500. En los frecuentes regresos, el camino mejoraba; se ha ampliado hasta lo innecesario; han aparecido rotondas cada dos por tres; el asfalto es duro y abundante, no hay baches. El único problema ya solo era las filas de camiones que transportan arcilla de las canteras de Aragón a la industria ceramista de Castellón. La economía, de nuevo, empujando a la geografía. Por allí, no pasa el tren.

El futurista tramo de la N-232, que ha eliminado el serpenteo de las curvas en pendiente de Vallivana hasta el puerto de Querol, ha tardado cinco años en ser construido, ha costado 42 millones de euros y desarrolla el corredor Cantábrico-Mediterráneo. La sucesión de viaductos no se ha librado de polémicas políticas sobre qué partido ideó, impulsó, planificó, programó o ejecutó la magna obra. Ni tampoco ha carecido de interrogantes sobre el impacto estético y ecológico en el medio o si era necesaria la tala de árboles centenarios que no hacían sombra ni sacaban visibilidad a nadie.

Al llegar a Morella, la vieja señal metálica en forma de flecha, "Zaragoza 180 km", fue sustituida hace tiempo por un enorme cartel con muchas flechas, una de ellas indica Alcañiz-Zaragoza. Para mí, suele ser: fin del trayecto. En pocas semanas, regreso de nuevo, a un paisaje distinto al que me ha susurrado siempre la llegada a casa.

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