La inmediatez de las nuevas elecciones y el inexorable avance de la derecha con la extrema derecha tras los resultados de los comicios locales y autonómicos están provocando una serie de pánicos e improvisaciones que nos permiten ver muchos de los entresijos de esta guerra. La ultraderecha está acaparando el foco mediático, está marcando agenda y lleva tiempo siendo la protagonista de la película, algo que no se debe solo a su habilidad para instalarse bajo el foco, sino que tiene muchos factores, y no son todo méritos propios.
Esto se advertía inevitable con la cobardía manifiesta de los gobernantes durante la última legislatura incumpliendo numerosas promesas, pero también ha sido gracias el relato mediático reinante. Por una parte, legitimando a la ultraderecha y sus propuestas contra los derechos humanos, y por otra, por sus reiteradas campañas de acoso y derribo contra personas y partidos, y de manera soterrada, con todo esto y más, contra los consensos que creíamos imbatibles en derechos y libertades.
La ultraderecha ha empezado ya a copar espacios simbólicos desde donde libra su particular batalla cultural, destruyendo políticas de igualdad allá donde le han dado ese poder. Mientras, el PP se asegura la gestión de aquello verdaderamente rentable, donde está la pasta, lo importante. Mientras unos miran al torero valenciano, otros se reparten el pastel. Lo explicó bien el compañero Joan Canela la semana pasada, cuando Vicente Barrera, el torero que llamó Caudillo a su caballo y que nunca escondió sus simpatías por el fascismo, fue agraciado por el PP valenciano con la Conselleria de Cultura. No es el único ni será el último ejemplo que veremos estos días, en los que encima nos distraemos con la lona que han colgado en Madrid como ya hicimos con el cartel de tu abuela y los MENA. Campañas baratas pero efectivas, que acabamos difundiendo entre todos mientras ellos negocian cuanta pasta hay a repartir y quienes y a cambio de qué se la van a llevar.
No hay nada nuevo en esto. Hace tiempo que bailamos al son de la música que toca la extrema derecha con cuatro instrumentos baratos y desafinados, canciones simples y repetitivas que no requieren gran producción pero que se pegan y se incrustan en el subconsciente hasta que nuestros amigos, todos unos eruditos, acaban tarareándolas sin cesar. Es lo que le ha pasado a una parte de la gente que se cree todavía hoy a salvo de la batalla cultural que libra la ultraderecha, pero que poco a poco ha ido comprando su chatarra. Primero con los musulmanes, después con los independentistas, luego con las personas trans, después con las personas migrantes, ahora las feministas, y así hasta el infinito. Un poquito de igualdad está bien, pero esto ya es pasarse. Seguro que lo hemos visto con gente de nuestro entorno nada sospechosa de ser de Vox, y lo acabamos de ver con Amelia Valcárcel, brindando públicamente su confianza a Feijóo. Es el miedo y la rabia a perder privilegios, algo imprescindible en cualquier batalla por la igualdad, y algo que también compraron hace tiempo personas que se consideran muy de izquierdas, pero con mucho que perder si esto que se supone que reivindican, va de verdad en serio.
Es lo que lleva haciendo Pedro Sánchez postrándose ante el ‘que te vote Txapote’ de la derecha y huyendo de Bildu, llegando incluso a pactar con el PP contra este, y lo que está pasando con el feminismo molestón. Este feminismo que pide demasiado, atribuido estos días a la ministra de Igualdad, Irene Montero, a quien los medios llevan tiempo fusilando y a quien esta semana Pedro Sánchez ha decidido azotar en público para tranquilizar a sus amigos. Los amigos de Pedro sobre los que ya han escrito otras compañeras y compañeros advirtiendo que se trata de un regalo a la ultraderecha y de que no somos conscientes del retroceso que supone esto en plena batalla por el relato en defensa de los derechos humanos. A pesar de la importancia de este frente de batalla contra la reacción, invertir todos nuestros esfuerzos en este asunto está dejando descuidados otros frentes igual de importantes y donde también están en juego otros derechos fundamentales.
La muerte de centenares de personas en las costas griegas esta semana y el papel que, según varios investigadores, podría haber jugado las autoridades de este país, nos recuerda la terrible necropolítica en nuestras fronteras institucionalizada por los estados europeos. Las personas que pierden la vida cada año tanto en el mediterráneo como en las vallas fronterizas, como en la impune masacre de Melilla, no arrancan tanta indignación ni tanta reacción como la prohibición de exhibir banderas LGTBI en un ayuntamiento. Al menos, las políticas migratorias vigentes y que sin ninguna duda mantendría cualquier gobierno de derechas con o sin la extrema derecha, han quedado fuera de esta batalla. Como si se asumiese que es una trinchera perdida. Como si el relato que una parte de la población ha asumido es el que la ultraderecha lleva difundiendo desde hace décadas: que es inevitable. Que la culpa es de las mafias. Que arreglen sus asuntos en sus países. Que poco podemos hacer. Que no somos racistas pero que aquí no hay para todos.
Algunas renuncias son fáciles para quienes no sufren sus consecuencias. Instalar esa distancia entre luchas, esa jerarquía de prioridades y esos derechos prescindibles es uno de los objetivos de la ofensiva reaccionaria. Los incesantes desahucios, la vigencia de la Ley Mordaza, la vergüenza instalada en la radiotelevisión pública y su saqueo permitido, y tantos frentes y deberes por hacer de este gobierno son también la causa de la desafección con lo institucional que históricamente ha castigado mucho más a las izquierdas. Quienes hoy te piden el voto para frenar a la ultraderecha, dejaran esto y más como ofrenda para los que vengan. Estas trincheras de las que hoy no hablan tanto y sobre las que prefieren que no hablemos, son precisamente las que abandonó hace tiempo una parte de la izquierda institucional que hoy agita el miedo a la ultraderecha. Y son precisamente haberlas abandonado lo que ha permitido hoy a la ultraderecha estar donde está, y utilizar, además, la munición que quedó abandonada.
Esto debería ser un aviso para quien pretenda dar lecciones sobre votos útiles, a quienes piden rebajar discursos y demandas y a quienes problematizan la diversidad y las luchas por la igualdad en todos los ámbitos. Creer que la sociedad no está preparada para mejorar, que hay colectivos que no deberían reivindicar más derechos y que ni siquiera la izquierda está preparada para gestionar es rendirse sin luchar. Este es el verdadero objetivo de su batalla cultural para conquistar el sentido común. Y no hay relato más arrollador ni derrota más evidente que creérselo.
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