Aeropuerto de Ibiza, primeros 80. Una familia de unos veinte miembros, adultos y niños, espera frente a la puerta de embarque. Uno de los niños juega a pillar con sus primos mientras sostiene con su manita un paquete de caramelos de anís de aquellos antiguos, seguro que los recuerdan. Eran redondos y rugosos, de color blanco, amarillo, rosa o azul. La criaturita engulle y corretea a una velocidad inusitada para su estatura hasta que de pronto se para en seco como si quisiera toser, a continuación se pone rojo, después su rostro va adquiriendo las distintas tonalidades de la angustia, desde el cerúleo hasta el azul oscuro de los arándanos y por último sus ojos se convierten en dos bolas a punto de escaparse de las órbitas. A medida que va cambiando de coloración y aumentando los espasmos en busca de una tos que no llega, la familia se agolpa a su alrededor.
Su padre le golpea la espalda con más furia que tino y madre, tías y abuelas gritan y lloran desconsoladas. Cuando parece que el pequeño se desploma, su padre, desesperado, le propina una potentísima patada en el culo que, a causa de las sacudidas del atragantamiento, está en pompa y bastante a tiro. Para alivio de todos, la coz es mano (o más bien pie) de santo: los anises empiezan a salir de la boca del niño como proyectiles de colores y a rebotar en el suelo clonc, clonc, cotoclonc. El crío recupera su color natural. En cuanto pasa la emergencia, el padre busca algo con la mirada. Localiza a una niña que ronda los seis años, la agarra del pelo y le da dos sonoros bofetones. La niña, que es la hermana de nuestro protagonista, se echa a llorar. Todos fingen no verla. La pequeña acaba de recibir una lección que todas hemos recibido, con mayor o menor violencia, en algún momento de nuestras vidas: cualquier contratiempo que sufra un varón es, de una forma u otra, culpa nuestra.
No les aburriré contándoles cómo a lo largo de los siglos se nos ha exigido recato y confinamiento para no provocar a los hombres, un camino rápido para exculpar a los pobres violadores que no pudieron resistirse a ese tobillo al aire, a esa ventana entreabierta, a los aires libidinosos de una sobrina de doce añitos. Cuando las mujeres empezamos a conducir se dio por descontado que las carreteras eran un lugar peligrosísimo. Recuerden ese "mujer al volante, peligro constante" o el sobadísimo "mujer tenías que ser". Hoy en día es sabido que tenemos y provocamos menos accidentes de tráfico, pero no vayan a creer que los defensores de la culpabilidad de las mujeres se achantan por unos estudios estadísticos. Qué va. Siguen manteniendo que la responsabilidad de que ellos usen menos el cinturón de seguridad, sobrepasen más a menudo la velocidad permitida o beban cuando tienen que conducir es de las mujeres.
Cada vez que hay una discusión sobre igualdad en la que participan los "nimachismonifeminismo", en un momento u otro sale a relucir el argumento de los suicidios: cualquiera diría que se alegran de que se suiciden el triple de hombres que de mujeres cada año. Parecen decir "sí, sí, trabajáis más horas que nosotros y cobráis menos, tenéis menos tiempo libre, sufrís acoso callejero, os cargamos con el trabajo doméstico y de crianza...pero nosotros nos suicidamos más, y ya buscaremos la manera de demostrar que es por vuestra culpa". Resultaría cómico si no se tratara de un asunto tan trágico como alarmante.
No, las mujeres no estamos detrás de los suicidios de los hombres, y la excusa del divorcio difícil o las denuncias falsas que, según ellos, llevan a los hombres a la muerte, es tan frágil que se desmonta solo con decir que los varones se suicidan más que las mujeres en todo el mundo; será que en países como Arabia Saudí, Somalia o Afganistán se rigen por leyes feminazis.
Si de verdad les importaran algo los hombres que se suicidan, no olvidarían a los que saltaron por el balcón cuando la comitiva judicial llamó a sus puertas para desahuciarles. Tampoco dejarían de lado el estrés laboral en ocasiones insoportable, el bullying (por lo que sea, siempre evitan comentar el aumento de suicidios en adolescentes y jóvenes) o las dificultades para expresar emociones y para pedir ayuda al círculo de amigos o a un profesional. Si quisieran a los varones que se han quitado la vida para algo más que para convertirlos en armas arrojadizas contra las mujeres, se preguntarían por qué el estereotipo de cómo debe ser un hombre les lleva a no mostrarse nunca vulnerables.
Se preguntarían, en definitiva, qué papel juega en la salud mental de los varones un sistema que quiere a los hombres siempre listos para producir, siempre autosuficientes y seguros de sí mismos. Claro que la respuesta a esa cuestión les llevaría a enfrentarse con un entramado (ojo sensibles) patriarcal, y eso jamás, jamás, jamás. Es mucho más práctico mirar alrededor, agarrar a una niña del pelo y arrearle dos bofetones.
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