Otras miradas

Milei no es fascista

Alfredo González Ruibal

El presidente argentino Javier Milei en el balcón de la Casa Rosada saludando a sus simpatizantes. EFE/ Enrique García Medina
El presidente argentino, Javier Milei, en el balcón de la Casa Rosada saludando a sus simpatizantes. EFE/ Enrique García Medina

Es muy tentador describir a Milei como fascista. Sus ideas extremas, su actitud histriónica y el culto que recibe recuerdan a los de líderes de hace un siglo. Por otro lado, comparar a la extrema derecha actual con la de entonces resulta reconfortante desde un punto de vista cognitivo. Ante fenómenos que nos asustan y no acabamos de comprender poner una etiqueta, asimilar lo nuevo a lo ya conocido, ofrece una cierta sensación de seguridad. De hecho, el Milei fascista no solo evoca imágenes negativas, sino también positivas que movilizan y dan esperanza: no pasarán, partisanos, el Día de la Victoria, Mussolini haciendo puénting en una gasolinera de Milán.

Mirar al pasado nos puede ayudar a entender el presente, con la condición de que no pensemos que el presente es una réplica del pasado. Y Milei no lo es. Eso no lo hace más amable ni menos perturbador. Simplemente conviene tener en cuenta que nos enfrentamos a un peligro nuevo para la democracia. Un peligro que bebe de tradiciones históricas al tiempo que añade componentes novedosos.

¿Por qué no es fascista Milei? Principalmente, porque no cree que el Estado deba velar por el bienestar de sus ciudadanos. Esto puede sonar un poco extraño, pero, al menos teóricamente, cuidar de la población es algo que decían hacer los regímenes fascistas. Unos regímenes que continuaban en buena medida dentro de la lógica biopolítica liberal del siglo XX. La biopolítica, frente a otras formas de poder, busca el gobierno de la vida: su sostenimiento, regulación y potenciación. Lo cual incluye formas de disciplina y control, pero también sanidad pública para prevenir epidemias o educación universal para formar ciudadanos útiles y servidores leales al Estado.

La biopolítica deja de guiar la acción del Estado cuando el Gobierno disminuye drásticamente el gasto público. En Argentina se está haciendo hasta el punto de poner en riesgo la vida de la gente: hace poco se anunció que el Estado dejaba de proveer de medicamentos a pacientes con patologías críticas, dentro de un recorte general de 150 millones de dólares en sanidad. El resultado, por ahora, son siete personas muertas. La biopolítica deja así paso a la necropolítica.

Naturalmente, el fascismo es también (esencialmente) necropolítico: la promoción de la vida beneficia exclusivamente a las personas que reciben la consideración de ciudadanas por su raza, su nacionalidad, su etnia y su lealtad al proyecto político fascista. Al resto, lo que les espera es la servidumbre, la cárcel o el exterminio.

La diferencia con el neoliberalismo radicalizado que defiende Milei es que no hay proyecto biopolítico para nadie. Ni propios ni extraños. Es más, cualquier forma de gestión o potenciación de la vida se identifica con el socialismo, el peor enemigo imaginable. Un enemigo, por cierto, que incluye a los fascistas clásicos, por su preocupación social y por su fe en el Estado.

A las prácticas biopolíticas sustituye algo previo al fascismo (aunque está en sus orígenes): el darwinismo social. Que sobreviva quien pueda. Una teoría racista que se utilizó a finales del siglo XIX para justificar el dominio planetario de los europeos y la extinción de otros grupos humanos y que ahora regresa de las colonias para aplicarse a cualquiera que no pueda pagarse un seguro médico.

El final del Estado como proveedor de servicios se justifica por el carácter libertario del anarcocapitalismo. Pero hablar de anarcocapitalismo o capitalismo libertario es un error, porque significa utilizar el lenguaje con el que se camufla un proyecto político iliberal e induce a pensar que se preconiza la ausencia de Estado. Pero Milei necesita Estado. Concretamente uno reducido a su función represiva. Poder puro: no hay nada más opuesto a la anarquía.

¿Un Estado que no provee de servicios e invierte prioritariamente en violencia institucional? Sí. Ya lo hemos vivido, de hecho. Aunque no en el siglo XX, sino en el XVIII. Entre 1685 y 1813, Inglaterra, por ejemplo, invirtió casi el 75% del presupuesto estatal en defensa, fundamentalmente contra enemigos exteriores. Y los porcentajes son escandalosamente altos también en casi todos los países durante el Antiguo Régimen –siempre por encima del 30%.

Conviene tener en cuenta, además, que en esta época el poder soberano se definía sobre todo en negativo: como poder sobre la vida y la muerte de los súbditos. El poder soberano es deductivo: extrae recursos y da poco o nada a cambio. ¿Cómo se pueden sostener entonces? De tres maneras: caridad, coerción e ideología (religión).

El modelo de Estado neoliberal radicalizado, como el que propone Milei, se sostiene sobre bases semejantes. Sin embargo, con la caridad reducida al mínimo (recordemos: darwinismo social), el sistema necesita apoyarse más en los otros dos pilares: la violencia institucional, ahora dirigida sobre todo al interior, y la ideología. En el énfasis en la coerción, los Estados neoliberales radicalizados se acercan peligrosamente al fascismo. En el caso de la ideología, Dios queda sustituido por el mercado que se autorregula. El mercado, como antes Dios, proveerá.

El Estado neoliberal radicalizado no es una Estado fascista; tampoco es un Estado del Antiguo Régimen ni estrictamente un sistema darwinista social. De hecho, tiene elementos de todos ellos, sometidos por ahora a controles democráticos. Por ahora. En su expresión perfecta, el Estado con el que sueña Milei solo puede ser una distopía. Argentina es hoy la advertencia de un mundo nuevo que nadie en su sano juicio querría experimentar.

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