Otras miradas

Refugiad@s: solidaridad ante la adversidad

Luc André Diouf Dioh

Diputado por la Provincia de Las Palmas

Varios migrantes esperan para desembarcar de un buque guardacostas español en el puerto de Arguineguin, en la isla de Gran Canaria. REUTERS/Borja Suárez
Varios migrantes esperan para desembarcar de un buque guardacostas español en el puerto de Arguineguin, en la isla de Gran Canaria. REUTERS/Borja Suárez

Ciento veinte millones de personas. Dos veces y media la población de España.

Ese es el número de seres humanos que viven hoy desplazados a la fuerza de sus hogares, ya sea en su propia nación o como refugiados en otros países, casi siempre los más cercanos. Las guerras en Ucrania y Gaza, tal y como nos muestran cada día los medios de comunicación, alimentan una cifra que no tiene precedentes. Sin embargo, lo que sale menos en los periódicos o los telediarios es que nada menos que la mitad de estas personas vive en África. El terrible conflicto de Sudán, las eternas guerras de Somalia y el Congo o la creciente violencia en el Sahel no parecen llamar tanto nuestra atención.

La corriente migratoria del continente africano hacia Europa, que tiene a España como uno de sus principales puntos de entrada, está más activa que nunca. En 2023 alcanzaron las costas de Canarias unas 40.000 personas. Desde la llegada de la primera patera al Archipiélago de lo que se cumplen tres décadas este año, nunca se había registrado una cifra siquiera similar. Muchos de estos jóvenes, hombres, cada vez más mujeres y niños, vienen buscando una vida mejor; oportunidades de empleo o de educación. Sin embargo, lo que también muchos de ellos ansían dejar atrás es el horror de una guerra como la de Malí, dictaduras como la de Guinea o turbulencias políticas como las vividas recientemente en Senegal.

Tras el inicio del conflicto en Ucrania, las autoridades y la sociedad europeas y españolas dieron un ejemplo de esfuerzo y acogida para cientos de miles de personas que escapaban del avance de las tropas rusas y de la violencia. Se demostró que era posible. Miles de ucranianos residen hoy en nuestros pueblos y ciudades y tratan de salir adelante. Sin embargo, quienes sufren los conflictos africanos, fuera del foco mediático y del paraguas de la benefactora Europa, se ven obligados a jugarse la vida en trayectos peligrosísimos por mares y desiertos para atravesar irregularmente la frontera y vivir una odisea de centros de retención, solicitudes de asilo, largas esperas y exclusión. Avanzar en la mejora de nuestro sistema de acogida y refugio se antoja prioritario.

Solo en Sudán, donde la guerra que estalló hace apenas un año va camino de alumbrar un nuevo capítulo de un genocidio contra la población negra, ya se ha alcanzado la cifra de 10 millones de desplazados internos y dos millones de refugiados. Dicho con otras palabras, uno de cada cuatro sudaneses ha tenido que abandonar su hogar para no perder la vida. El sufrimiento de una población pillada entre dos fuegos por la ambición de poder de dos militares herederos del dictador Al Bashir no puede resultarnos ajeno. Los migrantes que murieron aplastados en la valla de Melilla en 2022 procedían de este país cuando empezaba a descomponerse. Son el mejor ejemplo de que en Europa debemos mejorar nuestra relación con África y Latinoamérica en materia migratoria.

El Sahel vive hoy sus horas más difíciles. Con unos cuatro millones de refugiados y desplazados, unas 50.000 personas asesinadas en los últimos diez años y un retroceso brutal de las libertades provocado por militares que han subido al poder para quedarse, Burkina Faso, Malí y Níger se enfrentan a una violencia sin precedentes. Los civiles padecen los ataques tanto de los grupos yihadistas como de los ejércitos nacionales que se suponen deben defenderlos, en un conflicto de perfiles difusos en el que la irrupción de instructores y mercenarios rusos estimulados por el afán expansionista de Putin no ha hecho más que agravar sus males.

En el este de la República Democrática del Congo, un conflicto que hunde sus raíces en el genocidio de Ruanda y que dura ya treinta años ha convertido la zona de los Kivus en un infierno en el que los niños soldados o las mujeres violadas como arma de guerra muestran el peor rostro del ser humano.

La reactivación de la rebelión del M23 nos enseña lo fácil que es iniciar una guerra y lo difícil que es alcanzar la paz. El hundimiento de Somalia, en el Cuerno de África, también convirtió aquel espacio en terreno abonado para la irrupción de grupos armados como Al Shabab y señores de la guerra que han provocado un éxodo de personas hacia países vecinos y Europa.

Para acabar de empeorar las cosas, todas estas guerras están abonadas por la pobreza, la desigualdad y la injusticia y atravesadas por el enorme impacto del cambio climático, que en África ha supuesto un crecimiento exponencial de la erosión costera, la sequía y fenómenos meteorológicos extremos como lluvias torrenciales. Todo ello incide en la necesidad de emigrar para decenas de millones de personas forzadas a abandonar sus hogares por motivos que están lejos de haber creado. De igual modo, cientos de miles de personas también se han visto obligadas a huir por persecución política en un contexto de auge de las dictaduras y los populismos, por ser homosexuales, lesbianas o transexuales o para evitar la mutilación genital femenina, matrimonios forzosos...

Que Europa sea un espacio de asilo y refugio seguro para todos ellos no es un gesto de generosidad sino un imperativo legal, una marca de la casa, un sello identitario. Un hogar no es un edificio vacío, sino un lugar junto al fuego donde comer, dormir y permanecer en paz. Hoy que Europa se juega su futuro frente al ascenso de extremismos irracionales que agitan la bandera del odio es más importante que nunca volver al origen del proyecto común. Solo políticas más inclusivas podrán evitar las muertes en las fronteras; abrirnos al mundo es la única manera de no traicionarnos, de honrar el espíritu de aquellos que un día creyeron que juntos seríamos mejores.

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