Ya no decimos pasokización. Lo dijimos durante algún tiempo, cuando el PASOK griego se descalabraba hasta el borde de la desaparición, abrumadoramente sorpassado por la Syriza de Tsipras. Otros partidos socialistas europeos, incluido el PSOE, pasaban apuros igualmente —menores, pero en todo caso notables—, y decíamos, ufanos, que se pasokizaban. Pero ya no empleamos ese verbo y ese sustantivo, porque tales formaciones se han ido recuperando, mientras somos nosotros, los situados a su izquierda, los que entramos en descalabro.
El PASOK, hoy, crece mediante una estrategia llamativa: convertir en lemas de campaña serios un conjunto de chistes que empezaron a circular hace unos años, y que atribuían humorísticamente a sus años de gobierno una prosperidad y una estabilidad envidiadas ahora, cuando el tiempo transcurrido hace brillar aquellos años, no como una era de corrupción que preparó el terreno para las penurias presentes, sino como una edad dorada, de perros amarrados con longanizas. Chistes como: «Con el PASOK, nosotros le hacíamos regalos a Papá Noel». O: «Con el PASOK, encendíamos el aire acondicionado para compensar el calor de la calefacción». O: «Antes votábamos cada cuatro años y nos íbamos de vacaciones cada verano. Ahora nos vamos de vacaciones cada cuatro años y votamos cada pocos meses».
Decía célebremente el presidente democristiano italiano Giulio Andreotti que el poder desgasta al que no lo tiene —bien lo sabe nuestro Sánchez, bendito sea—, pero esta historia del PASOK ilustra una derivada de ese principio: en alguna medida, nunca deja de tenerse el poder que se tuvo; un acervo imperdible, un capital inmarcesible, que como una magia telúrica puede desactivarse y permanecer durmiente, ineficaz, pero también reactivarse. Ya lo decía Walter Benjamin: nada de lo que una vez sucedió debe darse para la historia por perdido.
Y, de manera más llana, el refranero castellano: el que tuvo, retuvo. La metáfora del poder que es el Anillo Único de El Señor de los Anillos de Tolkien es magnífica porque nos cuenta sus dos caras: el Anillo, el poder, corrompe (de corrupción sabía Andreotti un rato), pero también cura las heridas, prolonga la vida y hace invisible. El poder, como el dinero en el poema del Arcipreste de Hita, «al torpe hace discreto y hombre de respetar;/ hace correr al cojo y al mudo le hace hablar». Embellece, honra, dignifica y lo hace de formas perdurables, difíciles de arrebatar.
No hay dignidad alguna en Jordi Pujol, cabecilla, durante lustros, de uno de los desfalcos más formidables que se recuerdan, pero tuvo el poder, y, porque lo tuvo, y aunque haga muchos años que dejó de tenerlo, todas las revelaciones de los últimos veinte, los juicios y las condenas, no bastan para privarlo del todo el tesoro de su maiestas. Salvador Illa, presidente actual de Cataluña, lo recibe ahora en el Palau de la Generalitat y dice que «es una de las figuras más relevantes de la historia política de Cataluña» y que «ha sido un placer recibirlo». No es que lo de la relevancia del expresident sea mentira, claro, pero también podría decirse —vamos a zambullirnos en la ley de Godwin— que Hitler es una de las figuras más relevantes de la historia política de Alemania, o Franco de la de España. La semblanza de Illa no es el juicio desapasionado de un historiador, sino el encomio de un colega; de un bombero que no pisa la manguera del otro.
El PASOK, que merecía haberse marchado por el sumidero de la historia, puede volver al poder en Grecia; y a Jordi Pujol, que merece la damnatio memoriae más implacable, siguen abriéndosele las puertas del palacio que fuera suyo, donde el otro día permaneció una hora y media. Cuando fallezca, se le harán homenajes; se los harán los suyos, pero también los otros, con prudencia, con distancia, como sea, pero de un modo que saque lustre a su retrato en lugar de emborronarlo. En su momento, bien podrá surgir una nostalgia pujolista, políticamente explotable. Tal vez haya surgido ya: Illa —que también se ha reunido con José Montilla y, en las próximas semanas, espera hacerlo con Artur Mas, Quim Torra y Pere Aragonès— llegó a reivindicar, en la última campaña electoral, la obra de gobierno de Pujol en un intento de atraerse al catalanismo centrista y conservador, donde quizá también cunda en estos tiempos de post-Procés, como en la Hélade, la idealización de un tiempo delincuencial del que ahora se recuerde, sobre todo, la tranquilidad, eso que ya se sabe que es lo que más se busca.
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