Otras miradas

Sobre el ‘sí’ o el ‘no’ en el consentimiento a raíz del caso Pélicot

Silvia L. Gil

Profesora de filosofía contemporánea y estudios críticos de género

Sobre el ‘sí’ o el ‘no’ en el consentimiento a raíz del caso Pélicot
Gisèle Pélicot. Edgar Sapiña/EFE

En los últimos tiempos, hemos hecho muchas preguntas acerca del mejor marco del que disponemos en la teoría feminista para poder responder a las situaciones de abuso y violencia. Hay varias cuestiones importantes en juego, como saber si cuando denunciamos un caso concreto de violencia contra una mujer o contra las diversidades sexo-genéricas se evidencia algo más que ese caso concreto: una estructura de poder heteropatriarcal. Y si desvelamos la existencia de esa estructura de poder, cómo entenderla y cómo resistir y seguir creando posibilidades y relaciones distintas que la desplacen y cuestionen sin quedar atrapadas en ella. Uno de los dilemas que se presenta es si es más positivo reivindicar ante un abuso el marco del No es No o el Sí solo es Sí. El terrible caso de Francia, que conocemos estos días por los medios, en el que una mujer ha sido sistemáticamente drogada por su marido y violada por casi cien hombres a lo largo de una década, requiere volver a pensar esta cuestión.

El Sí y el No, en relación a quien lo enuncia, son en un sentido fundamental lo mismo: emergen de una afirmación, de una disposición, de un deseo. Afirmo mi deseo al decir Sí y afirmo mi deseo al decir No. En ambos movimientos pongo en marcha mi capacidad de agencia. Ninguno de los dos tiene el privilegio de estar más cerca de la verdad de lo que quiero o de permitirme escapar de un posible error o contradicción. En cualquiera de los dos casos, existe la posibilidad de que cambie de opinión o, directamente, me arrepienta. Ninguno tiene prioridad epistemológica. Pero el Sí añade algo muy importante.

Cuando no puedo decir No, porque estoy bajo coerción, porque tengo miedo o porque estoy sometida por efectos de sustancias, el Sí añade una responsabilidad a la otra parte: eres tú, con quien estoy en relación en ese momento, quien debe salir fuera de sí para asegurarse de que deseo estar ahí. ¿El sujeto nunca puede saberlo todo sobre el deseo del otro? Precisamente por esa imposibilidad, habrá situaciones en las que deba esforzarme, ante la duda, para intentar saber mejor si la otra parte consiente estar ahí. ¿Me convierto en una víctima para siempre si exijo que el otro se responsabilice de la situación en la que estamos involucrados? No. Simplemente, se revela una situación en la que puedo estar en desventaja por muchos motivos, una situación que puede atentar contra mi integridad o directamente mi vida.

Esto significa que el Sí no anula el No. Habrá situaciones en las que soy capaz de decir No, sobre todo en la medida en que el feminismo siga dando herramientas para identificar abusos y elaborar estrategias para salir de ellos. Y habrá momentos en los que no soy capaz. Si eso me ocurre quiero tener la certeza de que un juez no puede argumentar que el deseo del ser humano es opaco y que, por tanto, no es posible dirimir si yo en el fondo realmente deseaba estar ahí. Me gustaría que esa reflexión se quede en otros ámbitos de la vida social donde mi integridad no esté amenazada y donde puedo jugar sin peligro evidente (aún con el peso del patriarcado, las mujeres y las diversidades sexo-genéricas siempre han gozado y deseado de muchas maneras, lo que muestra, entre otras cosas, que la ley nunca totaliza el deseo, incluso cuando uso la ley a mi favor para defenderme). El Sí y el No son iguales en tanto afirmaciones de la diferencia (interrumpo lo que hay para hacer valer mi voluntad), pero el Sí, enfocado a la otra parte, añade al otro en la relación, recupera la interdependencia del vínculo, saca al sujeto fuera de sí para ver algo más que su sí mismo: llama la atención sobre una relación que siempre es con otra persona frente a la que no cabe indiferencia (no en un sentido amoroso, sino simbólico). En otras palabras: coloca al individuo ante la necesidad de reconocer un deseo que no es el propio, obligándolo a salir del ensimismamiendo individual.

Si nos quedamos solo en el No, se abre la posibilidad de que aparezcan sospechas sobre el papel de la víctima, Gisèle Pelicot, y de todas las víctimas: "es imposible que ella no se diese cuenta" o "¿no sería un juego con su marido y ahora le ha dado vergüenza y lo denuncia?". Si pensamos desde la responsabilidad compartida del Sí esta posibilidad se cierra, todo cambia, el foco se sitúa en ellos: ¿hablaron con ella en algún momento para mantener relaciones? ¿Estaba despierta o consciente durante el acto? ¿Se cercioraron de que ella consentía estar ahí? Necesitamos claridad en el ámbito jurídico. La reflexión sobre la complejidad humana desligada de las relaciones de poder (para que estas no totalicen la experiencia y nos vuelvan víctimas bajo esa estructura heteropatriarcal que descubrimos) es un callejón sin salida para quienes están en desventaja.

Pensemos lo siguiente: en el caso de un trabajador que denuncia a su jefe por abuso de poder no pondríamos el acento en el peligro de victimizar al conjunto de trabajadores. Aplaudimos la acción porque asumimos que el marco de relaciones es desigual, y esta desigualdad probablemente genera injusticias que deben ser denunciadas, de forma independiente a la respuesta que el trabajador pudo dar en el momento del abuso. Tampoco diríamos que su denuncia esencializa a todos los trabajadores y al jefe al movilizar con nuestra acción ambas identidades como opuestas e inamovibles. Seguramente pensemos que una lucha en el ámbito jurídico no determina una transformación cultural más amplia en el campo social; y que aquella, en todo caso, puede contribuir positivamente a cambiar imaginarios. En el caso de las denuncias por abuso sexual, la insistente sospecha y preocupación, tanto por los mecanismos que victimizan como por reproducir esencias (masculino-femenino), nos debe hacer preguntar qué tipo de miedo existe a interrogar el sexo (sabiendo que sobre este nunca es posible decirlo todo). Y qué miedo existe también a comprender la construcción psíquica de la masculinidad en su vínculo (no totalizante) con la violencia y la desafección. Ya decía Monique Wittig que, precisamente el sexo, es lo impensado de Occidente: aquel lugar al que incluso la mirada deconstructivista y más progresista se resiste a llegar. Que el capitalismo contemporáneo incite permanentemente al consumo del sexo no significa que este sea realmente pensado, al contrario, puede ser la mejor forma de rehuirlo. El caso de Francia, cuna de Europa, cuna de la libertad de Occidente, quizá sea el empujón necesario para volver a la tarea de desanudar aquello impensado, preguntar por los dispositivos que lo envuelven, los vínculos entre sexualidad y poder que lo condicionan, tan presentes en el corazón de nuestras sociedades.

 

 

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