Todo es posible

El pecado y la política

Mandar a Mrs. Robinson al psiquiatra es como imponerle un burka simbólico. Desde luego existen notables diferencias entre lapidar a una adúltera y enviarla a un psiquiátrico. Pero nadie debería forzarnos a elegir entre el diván y cualquier modalidad de velo islámico, porque ya es hora de rechazar radicalmente que el adulterio, una palabra con resabios amargos y pecaminosos, traspase los límites de la intimidad para convertirse en asunto de debate público. Este caso tan rijoso es una prueba más de las nefastas consecuencias que tiene mezclar la religión con la política o el pecado con el delito.

Vaya por delante que me disgusta profundamente esta señora por su postura rancia y homófoba, así que no la defenderé bajo ningún concepto. Pero una cosa es su ideología y la de su marido y otra bien distinta lo que cada uno haga en sus respectivas camas, que nos debería importar un bledo.

Ayer mismo, un reputado analista se preguntaba en una emisora de radio qué culpa tenía Peter Robinson, ministro principal de Irlanda del Norte, de que su mujer le haya puesto los cuernos. No entendía por qué le obligaban a renunciar temporalmente a su cargo. Habrá que repetir hasta el aburrimiento que su probable delito no es ser promiscua, sino prevaricadora. Mrs. Robinson pidió dinero a unos constructores, a cambio de una recalificación de terrenos, para montarle un negocio a su amante con una fraudulenta licencia municipal y, además, se quedó con un porcentaje de la operación. Todo con el conocimiento cómplice de su marido. No juzguemos su puritano lío de sábanas, sino su delictiva estafa al contribuyente.

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