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De camino al pilón

"Oye, ¿tu amigo es gay?". "¿Quién, Javi? No, no, para nada". "Pues no soy la única que lo piensa...". A pesar de que en mi periplo no he hecho gran cosa por demostrar mi heterosexualidad –tampoco en San Sebastián–, la duda no ofendía lo más mínimo, pues me libraba de una pretendiente que, digamos, no era de mi estilo.

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Por fin disfrutaba a tope de lo que entendemos por fiesta de pueblo. El lugar, Pozuel del Campo, un pueblecito turolense que es "chiquitito y no sale en el mapa, pero bebiendo vino lo conoce hasta el Papa", como reza una jota que cantan los lugareños.

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Me hospedo en casa de la abuela de mi compañero y sin embargo amigo, Óscar. Tengo la suerte de que me involucre en las actividades de su peña, Los Salaos, que es, sin lugar a dudas, la mejor de todas. No lo digo yo, lo dice el cantante de la Orquesta Etiqueta Show, y eso son palabras mayores.

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Se había quedado tan epatado como todo el pueblo con los magníficos disfraces de Los Increíbles que nos habíamos currado, unos con más fortuna que otros. En mi caso, tenía dos opciones: o ir de invitado aburrido, vestido de calle mientras los demás lucían disfraz, o dejar de lado la vergüenza e improvisar algo. Hace tiempo que no practico lo de la vergüenza, así que luché por lucir parecido a como iban ellos, con mallas y camisetas rojas, slips y guantes negros.

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Rebuscando en los cajones encontramos unos leotardos de niña, de lana roja, ideales para mí. Quizá la palabra ideal sea demasiado generosa: a pesar de que hacía bastante fresco por la noche, el calor que daban me dejaba las ingles al jerez. Picaban mucho. Y al estarme bastante pequeños, vivía con la inquietud permanente de que un mal gesto abriera una inesperada vía de ventilación en mi trasero. Afortunadamente, si eso pasaba, tenía el refuerzo de los calzoncillos, puestos por encima de los leotardos. Que no eran negros y nuevos como los de los demás, sino desgastados y de un tono gris descolorido. Lo mismo habían sido negros en la década de 1980 –porque sobre todo eran viejos–, pero ya no. Estos fallos de vestuario me tenían más cerca de la imagen de un luchador mexicano de tercera regional que de un miembro de la familia Increíble, pero lo importante es participar.

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De tal guisa, los dieciocho tomamos al asalto el escenario donde tocaba la orquesta y el premio a la peña mejor disfrazada. Lo mejor de estas fiestas es aguantar hasta el alba. La primera de las mañanas amanecimos haciendo huevos fritos; en la segunda, animando hasta dejarnos las gargantas a Gasol y compañía frente a los yanquis. Y así tengo la mía, con una tos que amenaza con hacerse crónica. Irá a peor: desde que llegué a Pozuel sé que me van a bañar en las gélidas y turbias aguas del pilón. Aún no lo han conseguido. Aún.

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