Asistimos en los últimos tiempos a una expansión del hiperliderazgo en la política que ha terminado por hacer presos del mismo a los partidos e, incluso, a la sociedad. La exaltación -no siempre fundamentada- de líderes y lideresas cuestiona el trabajo en equipo y tira por tierra algunos de los principios más básicos del asociacionismo que, a fin de cuentas, es el origen de los partidos políticos. Dado que éstos no parecen estar en la senda del cambio en esa tendencia, ¿tenemos que cambiar como sociedad el modo en valoramos a nuestros representantes?
Tiene esta cuestión dos ópticas que corren en líneas paralelas, hasta un punto en el que cambian su rumbo y terminan por converger. Por un lado, la perspectiva interna de los partidos, y, por otro, la externa, de cara a la sociedad y el espacio electoral. Las formaciones políticas precisan de líderes, entendidos éstos como personas a las que se sigue, no a las que se obedece. Este, sin duda alguna, es uno de los primeros errores que acostumbran a cometer las formaciones, hasta el punto de que ha sido preciso inventar la disciplina de voto para, incluso, sancionar a quien no obedezca.
La falta de líderes y lideresas respetad@s en favor de personas que llevan las riendas imponiendo ha laminado la credibilidad de los partidos, incrementando la desafección política. Presenciamos primarias entre personas que supuestamente comparten unos mismos valores, que parten de una misma ideología y, en lugar de enriquecerse el debate interno del partido, se degenera en guerras intestinas por la conquista del poder. Ahora toca verlo en las primarias socialistas en Andalucía, en las que ya han comenzando ha lanzarse las primeras puyas, pero fuimos también testigos y testigas de ello en las del PP, Podemos o Ciudadanos.
Este empobrecimiento ideológico en los partidos termina consumiéndolos poco a poco y, cuando desaparece quien había asumido ese hiperliderazgo, la pobredumbre se evidencia en intentos de clonación del saliente sin aportar valor añadido o, por el contrario, en su misma negación, como si se hubiera padecido años de autoritarismo.
De cara al electorado, éste también ha quedado preso de este hiperliderazgo, moviéndose inspirado más en personalismos que en ideas y propuestas. Si atendemos a las últimas elecciones en Madrid, ¿habría conseguido el mismo resultado el Partido Popular (PP) si quien hubiera formulado el mensaje de cañas y libertad no hubiera sido Isabel Díaz Ayuso? Probablemente no; desde luego, no con la contundencia con que ha arrasado a sus rivales políticos. No sorprende ahora que Pablo Casado quiera extender el ayusismo al resto del partido.
En esta misma línea, la sociedad ha ido dejando atrás su capacidad analítica, sin ni siquiera mirarla por el retrovisor y, en ocasiones y conscientes de ello, los partidos mueven ficha. Así, dado el poco peso de Rocío Monasterio de cara al granero de votos de Vox, fue Santiago Abascal quien tiró de la campaña, hasta el punto de que en la presentación de la candidatura, ella apenas tuvo margen para dar las buenas tardes.
Las elecciones de Madrid constituyen un perfecto laboratorio en el que confirmar los males del hiperliderazgo, que tuvo uno de sus máximos exponentes en el modo en que Pablo Iglesias se vio obligado a acudir al rescate para que Podemos no desapareciera de la Asamblea de Madrid. Lo consiguió pero, tras su marcha y siguiendo su planteamiento inicial, ¿qué esperanza le resta a su electorado en Madrid considerando que el mismo equipo que provocó la situación que forzó la dimisión de Iglesias como vicepresidente es el que ahora vuelve a tirar de las riendas?
Por su parte, el caso de Ángel Gabilondo ilustra los efectos negativos del hiperliderazgo que padece un candidato. Él mismo se calificó de soso en un intento por anticiparse a lo que le aguardaba en campaña; su falta de carisma, su poco empuje y vitalismo comparado con el de sus rivales, ¿debería penalizarlo como, de hecho, lo ha penalizado? Huelga decir que el modo en que durante los dos años previos se había borrado de la oposición le ha pasado factura, pero no cabe duda de que no haber conseguido encumbrarse como el hiperlíder del PSOE madrileño -en el que no ha habido ninguno en tres décadas- fue determinante.
Dado que Gabilondo fue comparado con Biden, es lógico caer en la tentación de pensar que si el segundo triunfó ante Trump, podría haberlo conseguido el primero. No aplica la comparación: en primer lugar, porque la victoria de Biden se sustentó más sobre la base del voto contrario a Trump que a favor del demócrata. En el caso madrileño, votar contra Ayuso no tenía una única alternativa, como demostro el sorpasso de Más Madrid.
Por otro lado, sin ser un hiperlíder, Gabilondo también fue preso del hiperliderazgo al no contar con su particular Kamala Harris. Lo intentó con Hana Jalloul, pero ésta nunca tuvo ni oportunidad ni espacio para asumir el protagonismo de Harris en las presidenciales estadounidenses.
Tiene algo de aristocrático esto del hiperliderazgo que nos impide dar ese necesario paso atrás para ver analíticamente la escena política. Los distintos espacios electorales se han plegado tanto a estos personalismos que les rinden pleitesía, hasta el punto de que asumen los éxitos como méritos únicos de esos líderes y lideresas, mientras que los fracasos se desparraman por toda la formación (o culpabilizando a los medios).
Quizás sea hora de que la sociedad deje a un lado la emotividad, los cantos de sirena del carisma y preste más atención al mensaje que al emisor. Quizás va siendo hora de que los partidos tengan líderes respetados y no temidos, que se amplíe el abanico de portavoces con idéntica autoridad en el mensaje que transmiten, sin que sea necesaria una confirmación del jefe supremo. Quizás ha llegado el momento de que no sea tan importante quién sea la cara visible, que sea incluso irrelevante, frente a las respuestas reales a los problemas de la sociedad.