Hace unos días un amigo, Iván Alonso, publicó en mi muro de facebook una frase que en el primer momento me hizo dudar: "Decía que los españoles estaban condenados a otra guerra civil, que un pueblo que asesina a sus perros y sus gatos por capricho siempre acaba dándose el gusto de cortarse el cuello".
Tendría que haber reconocido la cita al instante, ya que estaba sacada de mi última novela, Todos los buenos soldados, pero su tono de sentencia incontestable me hizo dudar. Era demasiado buena para ser mía y en cierto modo no lo era. Pertenecía al Tío Nicolás, un payaso que se hizo amigo de Miguel Gila durante su estancia en la cárcel de Carabanchel y que fue prácticamente el único personaje ficticio que añadí al pasado del humorista. Al Tío Nicolás lo echaban de un circo por liarse a golpes con un domador que había azotado hasta la muerte a uno de sus caballos y acababa agonizando entre rejas maquillado por la tuberculosis.
Cuando uno escribe una novela, si se sumerge bien a fondo, termina habitado por fantasmas que le arrebatan la voz y la utilizan para contar su historia. De repente comprendí que el Tío Nicolás había dado con una veta oculta en el cromosoma español desde tiempos inmemoriales: la violencia y la brutalidad que enseñorean desde antiguo nuestras relaciones con los animales y que muestra a las claras nuestro ancestral desprecio por la vida. Los oídos sordos con que las autoridades asisten año tras año a masacres tan repugnantes como las de los pobres galgos que son ahorcados, apaleados y abandonados al final de la temporada de caza. Un perricidio que ni siquiera cuenta con la excusa artística sino que es fruto de la crueldad gratuita y de la impunidad con que la ley, sus hacedores y sus representantes, permite estas salvajadas.
Estos días ha vuelto a asomar la vergüenza de la perrera de Mairena de Aljarafe, un pudridero inmundo en que los perros famélicos se revuelcan amontonados en sus propios excrementos y entre cadáveres de camaradas, una visión de espanto que parece una pesadilla de El Bosco, un pequeño Auschwitz a cuatro patas. Si mis palabras les parecen exageradas, echen un vistazo, si se atreven, a las fotos y al video adjunto. No me puedo ni imaginar la mentalidad de los psicópatas capaces de crear tal infierno ni el cuajo de los mal nacidos responsables de mantenerlo: yo no he podido soportar ni el primer minuto del video. A pesar de las docenas de denuncias, la administración no quiere cerrar ese lodazal y los activistas que se reunieron el pasado sábado para intentar rescatar a los animales se encontraron con la guardia civil, puntual como en un poema de García Lorca. La misma guardia civil y la misma policía que bosteza magnifícamente con el espectáculo infame de las peleas de perros, que no mueve ni un dedo para detener ese negocio de apuestas lleno de babas, sangre, amputaciones y mordiscos.
Sin embargo, no se puede reclamar a la justicia o a la autoridad incompetente cuando la mayor parte de la ciudadanía, incluyendo a los dueños de los perros, se encoge de hombros frente a estas miserias e incluso mira para otro lado ante el pequeño sacrificio de recoger en una bolsa de plástico los excrementos de sus mascotas. Esas mierdas de perro que salpican las calles de nuestras ciudades son la metáfora exacta del alma española, el escatológico resumen de nuestra sociedad, del presidente al mendigo, del perro de raza del ministro al último cachorro abandonado. "Español de puro bestia" escribió una vez César Vallejo, pero creo que se equivocó: precisamente son las pobres bestias las que no tienen culpa de nada.
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