Tras su santificación, Juan Pablo II, san Karol para los católicos, va a ser el santo gravitatorio universal, el santo de las manzanas de Newton, de los saltadores de trampolín y de los paracaidistas en apuros. Su primer milagro no oficial fue la caída del muro de Berlín (con la ayuda de san Ronald y santa Margaret) y el último hasta la fecha, la caída de una cruz consagrada a su nombre sobre un pobre tipo que pasaba por allí y que, seguro, era un malvado. Aparte de estos chistes malos pero ciertos, los únicos dos milagros certificados para subirlo a los altares son la curación de una monja que padecía párkinson, a quien se le apareció Wojtyla en un sueño, y la de una mujer desahuciada por un aneurisma cerebral, que contempló el proceso de su beatificación por la tele mientras estaba en el hospital, se convirtió al catolicismo y salió del taller como nueva.
Si la cuestión es que las mujeres lo vean por la tele o sueñen con él, cualquier día me beatifican a Brad Pitt. En cuanto a lo de los milagros médicos, eso es más bien terreno del doctor House, que da más pinta de calvinista. A mí, como soy de letras y acostumbro a contar con los dedos, a bote pronto me salen tres milagros post-mortem (uno en contra y dos a favor) contra uno en vida, que, más que un milagro, resulta una chapuza de albañilería a lo Florentino Pérez. Se ve que Wojtyla curró tanto en sus últimos años que al final cogió carrerilla y del impulso trepó la cuesta de la santidad ya cadáver, lo mismo que aquel guerrero griego que fue corriendo a anunciar la victoria en la llanura de Maratón (cuarenta y tantos kilómetros a golpe de pinrel) y se murió de agotamiento por el camino, aunque iba tan entusiasmado que ni se dio cuenta del percance.
Lo más curioso de los dos milagros certificados de san Karol es el poco rigor con que se exigen pruebas últimamente en la iglesia católica. Rigor mortis, diríamos. Han bastado dos testimonios, uno de ellos por vía televisiva y otro por vía onírica: la santidad con mando a distancia. A estas alturas, el Vaticano funciona igual de bien que ciertos tribunales islámicos, a quienes, para probar un adulterio, les basta con el testimonio del marido jurando que vio a una de sus esposas pecando en un sueño. Con evidencias similares y la misma fe de colchonero, un vecino mío, que presume de Casanova hipotético, se ha apuntado en su haber un polvo con Monica Belluci y otro con Ava Gardner, este último también post-mortem.
Del otro papa canonizado, Juan XXIII, el único milagro que yo le reconozco es que su figura inspirase una de las grandes novelas del siglo XX, Poderes terrenales, de Anthony Burgess, cuya espina dorsal precisamente trata de la canonización de un papa imaginario, Gregorio XVII, quien en sus tiempos de obispo se dedica al pecado capital de la gula en los restaurantes y al provincial del juego en los casinos. Sin embargo, la escena en que asiste aterrado a la tortura de una niña para que confiese el escondite de una partida de la resistencia italiana, tiene tal fuerza y tal fervor cristiano que siempre que la leo me planteo regresar al redil de la iglesia en caso de que hubiese existido alguna vez un papa así. Al final de la novela se entiende no sólo el significado pavoroso de la palabra "milagro" sino que, en verdad, los caminos del Señor son inescrutables. Lo que no se entiende es que no excomulgaran de inmediato al bueno de Burgess.
Si un aneurisma cerebral y un párkinson les parecen poca cosa para poblar el santoral (parecen poca cosa hasta para sacarse una plaza de residente médico), ya me contarán de san José María Escrivá de Balaguer, que básicamente se dedicó a la multiplicación de capitales. Con todo, los partidarios de aquel lema del mayo parisino ("la imaginación al poder") están de enhorabuena: en los funerales del Papa Grande, dos magnos cadáveres han sido aupados al cielo, aunque no en cuerpo y alma y de un brinco como Remedios la Bella, sino más bien manteados al estilo de Sancho Panza. El Vaticano parece ya una sucursal de Macondo hasta el punto de que cualquier día le estampan a la bandera un rabito de puerco y un tropel de mariposas amarillas.
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