Siempre respetuosos de las tradiciones, los sionistas han querido enseñar al mundo cómo fue el éxodo de la tribu de Israel por el desierto. Esta vez los palestinos lo protagonizan huyendo en masa de sus hogares mientras el ejército israelí se reserva el papel de plaga cayendo a hierro y fuego desde el cielo. El espectáculo es tan impresionante que cientos de israelíes han salido a disfrutarlo como el que va a ver fuegos artificiales: ahí está la foto del periodista danés Allan Sorensen con una multitud de colonos sentados en una colina de Sderot para montar un cine de verano y aplaudir la lluvia de misiles sobre la franja de Gaza. En primer plano, abajo, a la izquierda, una joven sonriente guiña el ojo y levanta el pulgar en un obsceno gesto de gozo y de triunfo.
De las miles de fotos con que la prensa occidental ha intentado disimular esta matanza, ninguna es tan reveladora, tan sutil, precisa y miserable. Más allá de los niños reventados, de los hogares despanzurrados, la carne abierta en dos y los centenares de familias deshechas, este improvisado cine de verano hecho de explosiones y sangre en directo exhibe toda la bajeza y la inmundicia criminal del Estado israelí, así como la de los corifeos y mamporreros que califican esta masacre como "una escalada de violencia en el interminable conflicto de Oriente Medio" e incluso, ya en plan regalos de boda, "como un intercambio de cohetes". Hace ya muchos años que a este mal llamado conflicto se le cayeron las caretas (la careta de la religión, de la raza, e incluso las del rencor y las del odio) para mostrarse al mundo tal cual es, en obscenidad plena e impune: un latrocinio flagrante, una violación periódica y constante del derecho internacional, una hecatombe disfrazada de matrimonio a la fuerza.
Como dice el doctor Norman Finkelstein, judío neoyorquino y uno de los más firmes y sensatos opositores a la infame política exterior de Israel, no hace falta remontarse al Génesis para explicar en dos palabras las raíces del enfrentamiento: robo y ocupación. En un video justamente célebre, Finkelstein responde a una joven hebrea que intenta amordazarlo con el recuerdo del Holocausto: precisamente porque sus padres combatieron en el levantamiento del ghetto de Varsovia, porque muchos de sus familiares acabaron en los hornos de Auschwtiz, precisamente por respeto a su memoria, hay que estar con las víctimas. Es decir, con Palestina. "No hay nada más intolerable que utilizar la monstruosidad del Holocausto para justificar la barbarie que Israel comete hoy en día –dice Filkenstein a la sionista plañidera–, y si tuvieras un corazón dentro de ti, ahora estarías llorando la tragedia del pueblo palestino".
Las cancerígenas fronteras del Estado de Israel, que crecen año a año, apropiándose de tierras y recursos según va aumentando la avaricia y el número de colonos, y la injusticia de una población civil sometida a abusos constantes, a torturas, interrogatorios y brutalidades sin cuento, recuerdan los tiempos en que los judíos eran humillados, cercados, perseguidos y finalmente expulsados de sus hogares y lanzados al destierro. De hecho, la respuesta israelí de bombardear la franja de Gaza en represalia por el asesinato de tres niños inocentes recuerda irónicamente la Europa de los pogromos, el incendio de las juderías cuando un niño cristiano desaparecía y se atribuía su muerte a los perversos ritos hebreos. Entonces se decía que los judíos eran poco menos que animales capaces de comerse a los niños vivos; hoy los sionistas acérrimos nos aseguran que los terroristas de Hamás son tan despiadados como para utilizar a sus hijos como mártires. Tan salvajes e inhumanos que les obligan a matarlos desde el cielo y a celebrar cada muerte con vino blanco del Golán.
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