JOSEP MARIA ÁLVAREZ
Esta es la diferencia real entre la capacidad económica directa e indirecta de un salario medio en Extremadura y de un salario medio en Catalunya, 23 euros más en Extremadura. Esta diferencia se amplía si hablamos de otras regiones como Asturias, Castilla y León, Cantabria, Aragón y, por supuesto, Madrid.
La cifra elegida es el resultado de aplicar al salario medio de cada comunidad el Índice Regional de Precios Relativos –fórmula de IDESCAT para equiparar los precios de cada territorio en función de los sueldos– y, posteriormente, sumarle el llamado Fondo de Suficiencia, el mecanismo básico de la solidaridad interterritorial. El mismo que condena a las comunidades con un esfuerzo fiscal más alto a recibir un retorno económico inversamente proporcional a su aportación tributaria. Y la cuestión no es menor, porque no afecta tan solo a Catalunya. El caso de Baleares es realmente espectacular si tenemos en cuenta que es la primera comunidad en esfuerzo fiscal y en el ranking baja al décimo lugar en capacidad económica salarial directa e indirecta. En Catalunya, el descenso es de seis puestos y, en Valencia, de tres. Por lo tanto, ha llegado el momento de abordar de una forma decidida la solución a la financiación autonómica en general y a la de Catalunya en particular, como uno de los motores económicos de España. Y hay que empezar por desenmascarar el falso debate sobre la progresividad de la aportación fiscal. Por puro sentido común, ningún sistema fiscal sería sostenible si los que tienen unos ingresos más elevados y, por lo tanto, deben hacer la aportación más alta, también acaban teniendo un poder adquisitivo inferior al de aquellos que son beneficiarios netos de su esfuerzo contributivo. Eso es lo que pasa en el actual sistema de financiación de las comunidades autónomas. Desde la creación del Fondo de Suficiencia, ha arraigado la idea que este sistema es justo, porque aproxima realidades económicas. Sin embargo, lo que hace el modelo actual es invertir estas realidades hasta el punto de pervertir el concepto de progresividad fiscal, transformándolo en un verdadero instrumento de penalización para todas las comunidades que más aportan. Un paradigma con vocación de equilibrio que años después se ha convertido en un lastre insostenible para Catalunya y, en el fondo, en un espejismo para las comunidades beneficiarias, que poco a poco no hacen sino asfixiar a aquéllas que por nuestra riqueza asumimos sin inconvenientes el papel de garantes de solidaridad territorial.
Seguramente, el crecimiento económico de los últimos años ha contribuido en cierta medida a esconder esta situación. Y la crisis, por lo tanto, ha sido un baño de realidad que añade una buena dosis de urgencia a la negociación de la financiación de Catalunya. Ahora pues, las inversiones en infraestructuras y servicios necesarios para nuestro país, largamente exigidos por este Gobierno y por los anteriores, con perspectiva ciertamente estratégica, se han convertido en exigencia social. Hace días que la cuestión de la financiación de Catalunya ha dejado de ser un debate de hemiciclo para pasar a ser un verdadero centro de interés general, gracias a los años de retraso del TGV a Barcelona; a los apagones eléctricos; al penoso espectáculo de RENFE-Cercanías; a las comparaciones entre la T4 de Barajas y el aeropuerto de El Prat; y, por qué no decirlo, a la envidia que provoca la gratuidad de las ortodoncias infantiles en Andalucía y el despliegue informático en las escuelas extremeñas, curiosamente, lejos de nuestras posibilidades financieras. Quizá también tiene que ver con que la presión fiscal en nuestro país es muy inferior a la de otros que sí gozan de servicios de calidad y buenas infraestructuras.
Las palabras del president de la Generalitat, José Montilla, en defensa de un sistema de financiación suficiente para Catalunya no han sido más que la plasmación literaria de una queja social que crece en Catalunya. Una queja que deberá tener la solución política conveniente.
La desafección de la que habla el president no es una premonición. Podemos afirmar, sin equivocarnos, que es un sentimiento constatable que crece a buen ritmo, y que se ampara en la percepción sobradamente compartida de que tan solo formamos parte de España en términos fiscales. Que Catalunya deberá afrontar sus retos con imaginación y poco más. Y que debe practicar la solidaridad sin esperar que nadie escuche y entienda nuestras necesidades, ahora agravadas por las dificultades del ciclo económico. Si el falso dilema sobre la crisis económica y la actualización del pacto de financiación, que Felipe González puso sobre la mesa, consigue hacer mella en el Gobierno de Madrid, no debería sorprender a nadie que se reaviven las propuestas orientadas a la demanda de un concierto fiscal como el del País Vasco o Navarra. Si Catalunya no consigue los instrumentos y los recursos financieros suficientes para afrontar con éxito nuestros propios retos de crecimiento como país, la distancia será mucho más que 23 euros.
Josep Maria Álvarez es secretario generalde UGT de Catalunya
Ilustración de Mikel Jaso
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