MARTA SANZ
Hace ya algunos meses leí un artículo de José Ángel Mañas, Bestsellerizarse o morir, con el que estoy vitalmente en sintonía. Comparto la percepción de la realidad, quizás también la experiencia del escritor, pero me gustaría introducir un matiz porque quienes nos dedicamos a la escritura, y muy en particular los narradores, hemos de asumir parte de la responsabilidad de este lamentable estado de la cuestión.
Una de las claves se encuentra en la palabra aburrimiento. Los escritores nos permitimos decir que Cervantes, Musil, Sartre o Lenz son aburridos y de estos juicios de valor se derivan algunos efectos inmediatos. El primero consiste en desvelar nuestra actitud como lectores: andamos buscando en el texto literario algo que se despega sustancialmente de lo que a menudo pretendemos contar, de la íntima pulsión que nos mueve a tomar la palabra y que no siempre se relaciona con la acepción blanda de la cultura como espectáculo de entretenimiento. Existe una distancia a veces insalvable entre nuestro comportamiento como consumidores culturales y nuestro comportamiento como creadores. Por otro lado, el aburrimiento es una sensación subjetiva y culturalmente condicionada; el aburrimiento ante ciertas propuestas es el resultado tanto de la educación recibida, como de la que uno mismo esté dispuesto a darse; el gusto no es sólo espontáneo, sino que también se educa y, para cierto receptor, la reiteración estructural de los culebrones, el almíbar de las comedias románticas o la vertiginosidad del manga japonés son mucho más soporíferos que Ulises de Joyce. Con nuestras declaraciones, lánguidamente iconoclastas y espuriamente despojadas de pudor, perpetuamos un concepto reduccionista de la literatura –de la narrativa– en el que ésta sólo es un pretexto para rellenar los huecos de un tiempo libre del que, por cierto, muchos no disfrutan y en el que borrar la insatisfacción. La literatura es un anestésico –que no un antídoto, que no la puntada para coser el párpado a la ceja y mantener abiertos los ojos– contra tiempos venosos de guerra, esclavismo, anorexia, falta de expectativas, insensibilidad, brutalidad doméstica y policial, neoconservadurismo, hipotecas, precariedad y homeless.
Leer sólo para entretenerse implica que no podemos tomar la palabra con otra pretensión que la de entretener –y ser complacientes– y que estamos asumiendo la lógica de cuenta de resultados, impuesta por las editoriales, de la que después despotricamos con la casi certeza de que si, hoy por hoy, Miguel Espinosa, Juan Benet o Armando López Salinas –ejemplos distantes en lo ético y en lo estético– presentaran sus novelas a una editorial, quizás no vieran publicadas sus obras. Los escritores –los narradores– asumimos el discurso que acabará por destruirnos y sentimos la tentación de la autocensura: atenuar la tristeza, renunciar a la experimentación y a cualquier visión trascendente o moral del proceso de comunicación literaria, respetar las normas de géneros que no imponen dificultad a los lectores, explicarlo todo, redactar manuales de autoayuda, gratificar a los espíritus cursis o los que creen que la crudeza o el nihilismo son instrumentos que no están encauzados en los márgenes de tolerancia del statu quo. Tratar al lector como al tonto de baba en el que a menudo se le quiere convertir; perderle el respeto amparándonos en la paradoja de que le respetamos mucho. Practicar la demagogia y la facilidad, que no la democracia y la intrepidez. Decidir, por fin, que nuestra próxima novela será de chicas al borde de un ataque de nervios, de filosofía light, de templarios o de detectives nada salvajes. Asentir al aserto –insisto: no democrático, sino demagógico– de que el lector siempre tiene razón como si todos los lectores supieran leer y todos los escritores escribir, como si hubiese que jalear a las mayorías crispadas que pretenden linchar a los corruptos, la cantidad fuese lo mismo que la calidad y la ira popular siempre fuera una justa ira. Renunciamos a esa mirada, auténticamente literaria, que enfoca lo real desde un ángulo que no es el de las televisiones; a la idea de literatura como espacio de resistencia que puede construirse lo mismo desde una perspectiva épica que desde el intimismo y la introspección. Los poetas –no tan atentos a la cuenta de resultados– no han renunciado a ese espacio moral, discursivo e ideológico, inmanente a la práctica literaria, que cada vez se separa más de la visión social de lo que es un escritor: alguien que vende muchos libros.
No pretendo dibujar escenas del Apocalipsis. Todo lo contrario. Propongo, desde la literatura, una actitud en las antípodas de la resignación: ver, oír y no callar. Tomar conciencia de las trampas en las que todos los días caemos y, aún así, intentar no callarse ni debajo del agua. Resistirse a una felicidad falsa, ñoña, estúpida, complacida y complaciente. Resistirse a bestsellerizarse y procurar no morir. Romper, desde los libros, las lunas de los escaparates del mercado editorial y de una ideología que nos corta las alas con el rostro amable de quien nos las estuviera dando. Procurar que los peces grandes no se coman a los pequeños peces editoriales y peces escritores. Hay que dejar de pedir perdón por tener una visión trascendente de la literatura. Una visión trascendente no es lo mismo que una visión mesiánica, plúmbea o elitista. El narrador (y la narradora) se ha convertido en el bufón de la corte. Los bufones son necesarios, pero también los maestros, los guerreros, los conspiradores, los alquimistas, los brujos, los sacerdotes y los curanderos.
Marta Sanz es escritora. Fue finalista del Premio Nadal con Susana y los viejos
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