Antoni Aguiló
Filósofo político y profesor del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coímbra
Desde los años 90, analistas como Boaventura de Sousa Santos vienen denunciando la presencia creciente de un nuevo tipo de fascismo a consecuencia de la ofensiva neoliberal. Consiste en "una serie de procesos sociales a través de los que grandes segmentos de la población son expulsados o mantenidos irreversiblemente fuera de cualquier tipo de contrato social". A diferencia del fascismo político de 1930 y 1940, el fascismo social no implanta un régimen de partido único que sacrifica la democracia representativa. Más bien se apropia de ella (e incluso la promueve) para chantajearla, comprarla, vaciarla de contenido y subordinarla a los dictados del capitalismo.
Hablar metafóricamente de fascismo no es exagerado. Vivimos en "democracias" que, en lugar de construirse sobre la igualdad y legitimidad, lo hacen a costa de la igualdad y la legitimidad. En el contexto actual de radicalización neoliberal, el contrato social y democrático está roto. La democracia representativa funciona en una parte significativa del mundo como cadena de transmisión de valores antisociales (corrupción, elitismo, pobreza, represión, violencia, precariedad de lo público, entre otros) difundidos mediantes formas autoritarias y excluyentes de relación que cada vez afectan a más sectores de la población y se extienden a más ámbitos de la vida. El genocidio social que Europa vive es testigo de ello: gente que se suicida, gente que pierde sus casas, gente que pasa hambre, gente excluida de la sanidad, etc. El fascismo es la transformación deliberada de vidas humanas en material desechable. El neoliberalismo, en este sentido, es una forma de fascismo cuyo fin es deshumanizar, oprimir e incluso, como dice Pere Casaldàliga, "asesinar o hacer desaparecer" a sus víctimas y adversarios.
Aunque Santos distingue varias formas de fascismo social, me permito introducir una variante complementaria: el fascismo electoral. Me refiero a la utilización interesada de los fundamentos institucionales del sistema político dominante (las elecciones partidarias competitivas) para pervertirlo y volverlo incapaz de servir al ejercicio del poder popular.
En sus Lecciones sobre jurisprudencia (curso 1762-63), Adam Smith ofrece sin reservas la hasta ahora mejor descripción del fascismo electoral:
"Las leyes y el gobierno, y esto es un hecho en todos los casos, pueden ser considerados como una coalición de los ricos para oprimir a los pobres y para preservar en su beneficio la desigualdad de bienes que, de otra forma, sería destruida por los ataques de los pobres. El gobierno y las leyes impiden al pobre hacerse con la riqueza por medios violentos que, de otro modo, emplearía contra los ricos".
El fascismo electoral se expresa, por tanto, en el predominio de intereses plutocráticos, comerciales y bancarios sobre el Estado, las elecciones, los partidos y el resto de componentes de la institucionalidad liberal, usados como palanca para agudizar la brecha de las desigualdades y la exclusión. El aparato del Estado no se encuentra bajo el control efectivo de un partido fascista, sino de las clases propietarias y del poder corporativo capitalista, que mediante financiación electoral, sobornos, donaciones ilegales, alianzas con los medios de comunicación y la dinámica de puertas giratorias (paso del sector público al privado o viceversa), entre otras estrategias, capturan el Estado y las instituciones internacionales para expandir su ideología y obtener privilegios. El campo político-electoral funciona, pues, como un instrumento de dominación clasista para establecer un Estado empresarial entregado al gobierno indirecto de las transnacionales y las entidades financieras, socavando la representatividad política y el sentido de las elecciones. Las instituciones "representativas" se vuelven, así, irrelevantes y las elecciones un falso ritual para entronizar a los "miembros de la clase dominante que han de representar y aplastar al pueblo en el Parlamento" (Marx). Allí donde opera el fascismo electoral, la ilegitimidad institucional es tal que la "democracia" representativa se vuelve un eslogan vacío: la gente vota, pero no decide; no vota a políticos, sino a funcionarios del capital; no se forman Parlamentos, sino Consejos de Administración. En estas condiciones, no resulta extraño que, para salvar la democracia, primero haya que salvarse de ella.
No se trata de un fenómeno nuevo ni coyuntural. Las connotaciones fascistas de la democracia liberal siempre han marcado su historia con mayor o menor intensidad. Lo que ocurre es que hoy el neoliberalismo ha exacerbado estas connotaciones de manera obscena, sobre todo en el sur de Europa. La historia de la democracia representativa liberal es la historia de su apropiación y vaciamiento de sentido por las clases propietarias dominantes. La Revolución estadounidense fue llevada a cabo por acaudalados colonos blancos que no abolieron la esclavitud, ni garantizaron el voto a los varones sin bienes (y menos aún a las mujeres), ni renunciaron al genocidio de los indios. Los padres de la Revolución y artífices de la Constitución no eran partidarios de la democracia, sino de un gobierno aristocrático y antipopular. Por eso se preocuparon de introducir disposiciones legislativas que protegieran los intereses de comerciantes, dueños de esclavos y especuladores, evitando la distribución democrática de la riqueza y el poder político.
El fascismo electoral presenta, en su versión neoliberal, unos rasgos específicos que lo hacen identificable, entre ellos:
1) El poder de los no electos. Se trata del poder ilegítimo (en cuanto que no ha sido refrendado por mecanismos democráticos) e invisible (porque se sitúa fuera de los focos del poder formal) de quienes carecen de legitimidad de representación pero gozan de capacidad para imponer decisiones (muchas veces con la connivencia de los electos) que afectan a la vida de las personas. Es el poder real de decisión de los mercados, élites empresariales, bancos centrales, organizaciones financieras internacionales, la Troika, agencias de calificación, etc.
2) Privatización de la democracia representativa. El caso de Grecia e Italia, donde se suspendió la democracia electoral para instaurar gobiernos tecnocráticos al margen de procesos electorales, es demostrativo del poder de los no electos. En Italia, donde ninguno de los tres últimos primeros ministros (Monti, Letta y Renzi) ha pasado por las urnas, el fascismo electoral ha alcanzado tintes dramáticos. La banalización de la política y las elecciones ha propiciado la privatización de la democracia parlamentaria, conduciendo a un escenario marcado por la pérdida de representatividad de las clases sociales y sus intereses, el desmantelamiento de derechos, el debilitamiento de la esfera pública, la sustitución de la política por el marketing electoral y la presencia en el seno de las instituciones de sociabilidades antipúblicas y antidemocráticas.
3) Desconstitucionalización. El fascismo electoral contemporáneo no necesita derogar formalmente las Constituciones vigentes, le basta con no aplicarlas o con ponerlas a disposición de los no electos para que las adapten a sus intereses particulares. La reciente abolición del sistema público de atención médica primaria en Grecia, que prepara el camino para su privatización, demuestra que el fascismo adopta por la vía parlamentaria formas nuevas, en este caso la de un apartheid sanitario legalizado.
4) Pseudobipartidismo. El fascismo electoral se sostiene sobre un sistema formado por dos partidos de masas mayoritarios ("las dos muletas turnantes" del gobierno, según la expresión de Unamuno) que, a pesar de estar cada uno socialmente deslegitimado, aún cuentan con la suficiente fuerza y fidelidad para someter la soberanía popular a la voluntad elitista que mutila derechos y arrasa la democracia. Mediante distintos mecanismos (pactos de gobernabilidad, bloqueo institucional, reformas constitucionales exprés, mentiras electorales, blindaje frente a demandas democráticas, etc.), el sistema asegura la transición ordenada entre partidos casi idénticos a merced de intereses antidemocráticos. Ello genera el espejismo de una libertad de voto que garantiza la continuidad del fascismo electoral, cuyos brazos parlamentarios actúan como una suerte de guardia pretoriana que, en la práctica, hace trizas el derecho a elegir real y efectivamente.
5) Demofobia. Durante siglos, democracia fue una palabra odiada por estar vinculada a las masas pobres e ignorantes, a las pasiones, la demagogia y la ingobernabilidad. Sin embargo, el miedo a la democracia sigue siendo una constante del fascismo electoral, pues no hay peor amenaza para las élites en el poder que la participación popular. Como lo pone de manifiesto el antidemocratismo de Bobbio, "nada hay más peligroso para la democracia que el exceso de democracia".
Urge combatir el fascismo electoral y sus efectos. Para ello es necesario intensificar y articular las luchas institucionales y extrainstitucionales que apuntan a la construcción de democracias reales. Lo que estas luchas tienen en común, más allá de su diversidad, es el esfuerzo por democratizar la vida social, el poder económico y el poder político. Hoy, las luchas por la democracia real se libran en tres frentes complementarios: 1) luchas por una democracia representativa capaz de hacer de las urnas y de la representación política una conquista popular (leyes electorales proporcionales, democratización de los partidos, revocabilidad de cargos y funciones, rendición de cuentas, rotación y desprofesionalización, apertura a la participación de organizaciones no partidarias, entre otras medidas). 2) Luchas por una democracia participativa y deliberativa (referéndums vinculantes, ILP, presupuestos participativos, consejos sectoriales, plenos ciudadanos, democracia digital, etc.). Y 3) luchas por la complementariedad social e institucional entre formas de democracia radical (asamblearismo popular, organización desde abajo, autogestión, etc.) y otras modalidades de participación.
Comentarios
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