El dedo en la llaga

Catástrofes revolucionarias

La dictadura militar que gobierna con mano de hierro en Myanmar (Birmania) no se apoya sólo en sus propias fuerzas. Se beneficia del apoyo cómplice –a veces discreto, otras descarado– de los miembros de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN), que son un buen puñado (Indonesia, Malasia, Filipinas, Singapur, Tailandia, Brunei, Vietnam, Laos y Camboya, además de la propia Birmania), a los que en ocasiones se unen China, Japón y Corea del Sur (ASEAN + 3). A ese respaldo hay que añadir las inyecciones subterráneas de capital que le prestan algunas grandes firmas occidentales, que pasan olímpicamente de todos los boicots oficiales con tal de beneficiarse de las materias primas del país. Y luego está el detalle, nada anecdótico, de que Birmania es la segunda productora mundial de adormidera. O sea, de opio. O sea, llegado el caso, de heroína.

Myanmar es un país potencialmente próspero, pero se halla entre los más pobres del mundo. Y lo peor para sus dictadores es que su población es cada vez más consciente de ello. Lo evidenciaron las grandes manifestaciones de 2007, cuya cara más visible y publicitada fue la resistencia de los monjes budistas. Buena parte del pueblo de Myanmar es consciente de que la oligarquía armada se ha hecho de oro a costa de la miseria de la gran mayoría.

Ahora, la Junta Militar está poniéndose aún más en evidencia. Bloquea los envíos internacionales que tratan de socorrer a los damnificados por el ciclón del pasado domingo y se reserva su control. Es inevitable que la población deduzca que las va utilizar para enriquecerse todavía más. Además, sabe que el Gobierno fue avisado de la cercanía del ciclón y que se quedó cruzado de brazos.

Birmania es un secarral social que cualquier chispa puede incendiar. No sería la primera vez que una revolución se inicia tras un desastre natural que exacerba las contradicciones sociales. El terremoto de Nicaragua (1972) fue decisivo para la caída de la dictadura de los Somoza. Lo mismo sucedió en Irán en 1979: al seísmo natural le siguió el cataclismo político.
Ojalá sucediera lo mismo en Birmania. Que no haya mal que por bien no venga.

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