El mapa del mundo

No llores por mí, New Hampshire

Los Clinton saben muy bien qué hacer en los peores momentos: cerrar filas con sus asesores de toda la vida, denunciar a los conspiradores de la derecha y pedir más dinero a sus donantes habituales. Nada de eso les ha funcionado hasta ahora en las primarias demócratas. Por eso, Hillary pidió el lunes por carta más fondos a los millonarios que confían en ella, aquellos que en un corto espacio de tiempo pueden soltar el dinero necesario para emitir más anuncios en televisión destinados a atacar a Barack Obama.

Nadie cree que le haya servido de mucho en New Hampshire. La candidata inevitable ha pasado a ser el patito feo de las primarias. Tiene mucho dinero y está bien emparentada, pero pocos quieren sacarla a bailar. Y estas cosas duelen. Hillary se puso el lunes emotiva y, ante una pregunta liviana de una de sus futuras votantes, su voz se quebró y casi se echó a llorar. No una vez, sino dos.

Una medida de la escasa credibilidad de Clinton es que muchos dudan de la sinceridad de esas lágrimas frenadas en el último momento. Respeto sí, pero afecto poco por la senadora de Nueva York.

Y lo demuestra el aviso sombrío que hizo el mismo lunes. Recordó que Al Qaeda podría cometer un atentado en EEUU el día después de la toma de posesión del futuro presidente, y por eso es mejor contar en la Casa Blanca con alguien con experiencia en política desde el primer día. Es decir, no un imberbe como Obama por mucho pico de oro que tenga. Contener la emoción a duras penas y al mismo tiempo ordeñar la amenaza terrorista como han hecho Bush y Cheney desde el 11-S no aumentará su popularidad entre los demócratas.

Quince años después de que Bill y Hillary se hicieran con el control efectivo del Partido Demócrata, ahora descubren que los tiempos han cambiado. Disfrazarse con la máscara de Cheney revela lo desesperados que están.

Iñigo Sáenz de Ugarte 

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