Tierra de nadie

Yo también quiero trabajar en el PP

Desde que la reforma laboral ha mejorado tanto las condiciones para el despido que no es que lo haya hecho libre sino obligatorio, y entre los funcionarios crece el temor de que se les cobre por ir al trabajo cuando ya no se les pueda recortar más el salario, los llamados empleos seguros han perdido mucho atractivo. Así que quítense de la cabeza la idea de convertirse en ferroviario, empleado de Telefónica o dependiente de El Corte Inglés, que eran, como decían las madres, muy buenas colocaciones para toda la vida. Ya no merece la pena.

El único reducto paradisiaco para los trabajadores, la última aldea gala que resiste altiva el acoso romano de una legislación que ha triturado los derechos de los asalariados es el Partido Popular, una organización donde no hay subordinados sino amigos, y donde se comparten colectivamente las alegrías y  las desgracias como lo haría una gran familia. Afiliense primero y luego echen el currículo, ya sea como tesorero suplente o como limpiacristales del turno de tarde, porque si tienen la fortuna de acabar formando parte de este grupo de elegidos sus preocupaciones habrán terminado.

Los últimos ejemplos conocidos son pequeñas muestras de la veneración que los populares sienten por sus empleados, privilegiados actores de un Love Story real en el  que amar significa no tener que decir nunca lo siento. No importa que uno sea un poco golfo, que haya cobrado supuestamente comisiones de una trama corrupta o que ésta le haya regalado un Jaguar para él y bolsos de Vuiton para su santa. Ni siquiera es relevante que se descubra que los presuntos mafiosos te han pagado los viajes en business o las fiestas de comunión de los niños. Si a un empleado del PP le acontece semejante desgracia y por ella se ve obligado a dejar el Ayuntamiento del que es alcalde, el partido le acogerá en su seno y le pagará la nómina aunque no sepa lo que haga, que para eso el estadista con bigote es padrino de uno de sus churumbeles. Aquí no se abandona a nadie a su suerte, hasta que no es imprescindible.

¿Que qué ocurriría si uno es el que lleva las cuentas del partido y le descubren una fortuna de 22 millones en Suiza? ¡Qué pregunta! La familia le rodearía con sus brazos, proclamaría su inocencia, le dejaría un despacho en la sede con su nombre en la puerta y le seguiría pagando religiosamente el sueldo porque el líder es, a un tiempo, padre y madre a la vez y sufre por los hijos descarriados.

Ya lo dijo Floriano, que el día menos pensado se monta un sindicato para competir con UGT y CCOO: en el PP no hay trabajadores sino probos funcionarios con derechos, y no se despide sin más porque lo prohíben los usos y costumbres, la magistratura de trabajo y la veneración que se debe a cualquier subalterno, sobre todo si tiene memoria y cosas que contar.

Les advierto que entrar en este oasis de relaciones laborales no es sencillo, sobre todo desde que han empezado a aplicar ese durísimo código ético que elaboró la ministra Ana Mato y en el que se dejó jirones de su propia experiencia. Hasta es posible que les hagan jurar ante notario que no han percibido sobres con dinero negro, que es una práctica que les repugna más que a Arturo Fernández. Aún así merece la pena. A mi me encantaría trabajar en el PP, pero temo carecer de la cualificación necesaria. Y eso lo miran mucho.

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