Tierra de nadie

Corruptos y pringaos

El balance judicial de la corrupción en España -1.700 causas abiertas, 500 imputados y sólo 20 penados - viene a confirmar que el talego es un club muy elitista que tiene reservado el derecho de admisión a los políticos y a sus contratistas, y si algunos logran pasar es únicamente porque se ponen pesadísimos. Para hacernos una idea, es más fácil que un tipo con calcetines blancos entre en una discoteca megapija que un servidor público acabe entre rejas. Con eso, está dicho casi todo.

Por el número de procedimientos abiertos podría deducirse que la corrupción está muy perseguida, pero es evidente que los implicados corren más y durante mucho tiempo. No hay proceso por cohecho, malversación o tráfico de influencias que no dure una década como poco, lo cual es una bendición para los abogados defensores, que suelen ser los únicos que recuperan en su cuentas corrientes una parte de lo robado. Así es como cobra fuerza la idea de que la Justicia funciona divinamente pero sólo con los pringaos de calcetines blancos.

Es el propio sistema el que consagra la impunidad. El primer obstáculo para que un corrupto vaya al trullo es la omertà de sus colegas de partido, los que se dicen honrados, gente que jamás se entera de nada ni aunque se den de bruces con un Jaguar en el garaje. No se recuerda un solo caso de corrupción que haya sido llevado a los tribunales por la cúpula de un partido. Su interés por el latrocinio se despierta después, y resultan enternecedores sus intentos para personarse como acusaciones en los distintos sumarios, aunque sólo sea para saber si la mierda les llega a las orejas o sólo les ha salpicado los bajos del pantalón.

Cuando el silencio falla, entra en juego el aforamiento. Aquí hay tantos aforados como bares, lo que implica que la instrucción judicial de sus conductas presuntamente delictivas corresponde a los tribunales superiores de justicia o al mismísimo Supremo, cuya pericia en este tipo de procesos es manifiestamente mejorable. Añádase a esto un pequeño matiz: los magistrados de estos tribunales han sido designados por el Consejo General del Poder Judicial, cuyos miembros han sido elegidos en algunos casos por los propios corruptos o por sus honrados y silentes compañeros de partido.

¿Qué hace un aforado corrupto con un buen abogado sometido a investigación judicial? Pues recurrir hasta su partida de nacimiento para que el caso se eternice. Lo normal en estas décadas de democracia ha sido que el aforado se presentara a las siguientes elecciones con el beneplácito de su organización –por lo de la presunción de inocencia, ya se sabe- y que los electores le votaran con el argumento de que todos roban y éste, al menos, es de los míos. ¿Qué hace el corrupto si, pese a todo, lo ve muy negro? Dimitir para perder el aforamiento y que la causa pase a un tribunal ordinario y todo empiece de nuevo. Cuando haya sentencia firme, es probable que el corrupto se haya muerto de risa, de viejo, o sea un anciano con tantos achaques que deba cumplir la condena en un balneario.

Habrá quien piense que lo de este país es genético y que a la roussoniana manera somos muy golfos por naturaleza, pero la verdad es que ni de la corrupción tenemos la patente. Si aquí se manifiesta más es porque los controles son trampantojos y porque quien ahora es un corrupto antes era un allegador de fondos al partido que en algún momento decidió entrar en el negocio y tener la mayoría. Eso explica, por ejemplo, que la financiación ilegal siga sin ser delito en el Código Penal o que no se haya establecido una responsabilidad civil subsidiaria de las fuerzas políticas en los desfalcos protagonizados por sus dirigentes.

A falta de una lucha seria contra la corrupción lo previsible es que algún emprendedor se decida a abrir un museo en el que exponer los trajes de la Gürtel, los bolsos de Louis Vuitton de Rita Barberá, el confeti de las fiestas infantiles de Ana Mato, una faro del Jaguar de su exmarido, informes falsos de Filesa, la resolución sobre un ERE de Andalucía o la silla de ruedas de Félix Millet, el del Palau. La concesión será para el que pague la mordida mayor, lógicamente. Y los pringaos iremos a verlo.

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