Otras miradas

El reloj de Belén Esteban

Miguel Roig

MIGUEL ROIG

Director creativo ejecutivo de Saatchi & Saatchi. Autor de ‘Belén Esteban y la fábrica de porcelana’

Estábamos este verano paseando una mañana por uno de los barrios altos de Nápoles, perdidos entre la maraña de pequeñas calles, cuando descubrimos un grafiti en una pared que, calle abajo, volvimos a ver varias veces más: "Renato Tic Tac". Nos quedamos helados. Poco después, tomando un café, comentamos que quizás la mafia sea uno de los pocos relatos, un gran relato, que se mantiene en pie porque representa una manera de acumular riqueza a través de la intimidación cuya esencia se conserva intacta desde su origen y, por ende, en el imaginario colectivo. Con tres palabras el autor del grafiti presenta un personaje, Renato, y narra una peripecia que denota un previsible y funesto final.
El involuntario cuentista emula sin saberlo a Augusto Monterroso, quien tiene el honor de haber escrito el cuento más breve conocido, al menos en Occidente. Este relato napolitano es posible porque la mafia y sus modos están vigentes y, por consecuencia, la experiencia que emana no se ha disuelto junto con el tiempo que hoy se expresa en un presente continuo. Una parte de la audiencia sigue relatos como Perdidos, donde la trama se bifurca por infinitos senderos que no llevan a ningún sitio; los únicos seriales a la antigua usanza que sobreviven son los que huelen a nostalgia de un tiempo que fue: Cuéntame o Amar en tiempos revueltos. Somos naves a la deriva, víctimas del pánico por conservar un trabajo precario o, peor aún, por conseguir uno y, a la vez, llevamos esta mecánica perversa al terreno de lo íntimo que, a través de reality shows como Sálvame, se expone en la plaza pública y es seguido por casi cinco millones de espectadores cuando alcanza sus cotas más altas con Belén Esteban como protagonista.
Esteban no narra otro relato que el que nos toca protagonizar: una vida sin guión, a la total deriva y sin un final previsible. Al ser expulsada de la finca Ambiciones –un título también oportuno para el programa Sálvame–, en el formato tradicional hubiera ido a un convento (del mismo modo que la protagonista de Cristal fue acogida en un orfanato) o a la casa de un familiar benévolo, pero esa historia ya no interesa. Al encontrarse fuera del paraíso, en lugar de buscar refugio, Esteban se planta en un estudio de televisión y comienza a contar su vida. Be here now, decía Lennon para explicar el don de la oportunidad, en la conjunción del espacio y el tiempo. Eso fue lo que sucedió con ella: estaba allí para inaugurar una manera de narrar que echa por la borda todos sus antecedentes. ¿Y qué cuenta? Nada. Escenifica un dolor, un malestar permanente sin principio ni fin previsible. Está ahí ahora.

Al igual que el hiperrealismo que intenta superar la realidad y generar extrañeza, Esteban provoca asombro con sus desbordes emocionales. Al ver un cuadro hi-
perrealista nos detenemos con cierta perplejidad ante la arruga de una chaqueta o el cabello revuelto por el viento de una mujer: nos inquieta que el artista pueda representar lo real de esa manera. El mismo motivo en una foto no atrae porque no es una construcción, es un testimonio mecánicamente previsible. Con el llanto de Esteban se siente lo mismo que ante el cuadro: esas lágrimas no son reales, pero están allí. Tal vez la pornografía tenga también algo de hiperreal: están los cuerpos pero no hay placer, hay una representación del mismo (si representara el goce estaríamos frente a una obra de arte).
Y Esteban pone el cuerpo, porque es ante todo un cuerpo, su cuerpo, el gran protagonista de Sálvame. Un cuerpo que desfallece para mostrar una quiebra emocional; un cuerpo que se somete a horas de ensayo para participar en un concurso de baile; un cuerpo que se sube a una tarima y suelta una arenga; un cuerpo que se transforma a través de la cirugía y da una nueva versión de sí mismo. El cuerpo de Esteban sufre todas las mutaciones posibles y esa es otra de las patologías que marcan este tiempo: la capacidad que se nos reclama para cambiar de rol de manera permanente y así poder flotar socialmente. La corrección política lo llama reciclarse, dándole con ese giro una esencia ecológica, como si el mutar fuera una superación, el acceso a una salud social mejor cuando en realidad se trata de una herramienta de supervivencia: o cambias, te reconviertes en un nuevo rol o devienes en deshecho social. Se trata de ser siempre alguien aunque seas otro. Y Belén Esteban es otra, todos los días, es más: suele cambiar entre dos bloques de anuncios.
La única manera de ver el paso del tiempo en Esteban es a través de su cuerpo. De la cara fresca de una jovencita de barrio al rostro industrial que exhibe ahora. Porque en el espacio en el que se mueve, el estudio, no hay tiempo: a fuerza de estar en antena horas y horas se ha vuelto omnipresente y es como si estuviera detenida allí. En Hollywood se decía con sorna que ver una película de la nouvelle vague era como mirar crecer un árbol.
Alfredo Le Pera, el genial letrista de Carlos Gardel, le predicaba nieve al tiempo, una nieve que caía impenitente blanqueando las sienes. Las nieves del tiempo caen sobre Belén Esteban llevando su cuerpo en un largo viaje hacia el frío.
Hace unos días, Vila-Matas recordaba al crítico británico Franz Kermode y citaba una bella conjetura suya acerca del tiempo. Según Kermode el tic-tac del reloj es una trama en la que tic es el principio y tac el final. El cuento del tiempo que nos contamos (Renato Tic Tac). Porque en realidad, la onomatopeya del reloj es tic-tic. El culebrón no era otra cosa que tic-tac. Una trama con principio y fin. El reality show, un híbrido sin guión ni final es tic-tic. Todas las tardes, a las cuatro, Belén Esteban inicia su deriva: tic, tic, tic, tic, tic. Millones de españoles, hipnotizados, siguen esa letanía sin final. O tal vez sí: quizás estamos esperando que el reloj se pare.

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