Otras miradas

Stop desahucios

GERARDO PISARELLO / JAUME ASENS

Al menos desde la Revolución Francesa, cuando se vulneran derechos generalizables y los canales institucionales permanecen bloqueados, la resistencia civil se convierte en la última garantía contra la arbitrariedad del poder y la degradación del principio democrático. Las movilizaciones contra los desahucios impulsadas por la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) en el conjunto del Estado, al calor del 15-M, reflejan claramente esta voluntad garantista. Y las respuestas represivas a las mismas –como ocurrió en Vic–, la impotencia de unas instituciones incapaces de tutelar derechos que están en la base de los ordenamientos legales que dicen defender.

Lejos de ser un fenómeno natural o un simple trámite jurídico, los desahucios por razones económicas entrañan una innegable dosis de violencia. Quienes los padecen, no sólo ven afectado su derecho a la vivienda. Al haber dedicado casi todos sus recursos a mantener un techo para sí y los suyos, quedan expuestos a vulneraciones severas de sus derechos a la integridad física y psíquica, a conservar o a buscar un empleo, a asegurar la educación de sus hijos. En casos como el español, esta situación es especialmente trágica, ya que el desahucio no comporta casi nunca el realojamiento digno exigido por Naciones Unidas.

En realidad, estos desahucios han estado en el centro de la gestación y estallido de la crisis. Durante el boom inmobiliario, cientos de familias fueron expulsadas de sus viviendas a resultas de operaciones urbanísticas especulativas. Otras tantas fueron objeto de acoso inmobiliario: una forma no disimulada de coacción, e incluso de matonismo, dirigida contra arrendatarios con alquileres bajos, considerados una rémora para la obtención de rentas mayores. Tras el estallido de la crisis, el fantasma del desalojo comenzó a planear sobre las familias con hipotecas impagables, muchas de ellas contraídas en condiciones leoninas. Entre 2007 y 2011, según el Consejo General del Poder Judicial, la cifra de ejecuciones hipotecarias supera las 300.000. Sólo en 2010 ya fueron 93.636. A este escenario deben sumarse, a medida que el paro se dispara, miles de desahucios por impago de alquileres con escasa o nula intervención de los servicios sociales.

La violencia que experimenta quien es desahuciado no cae del cielo. En la mayoría de los casos, es producida por entidades financieras, constructoras y grandes inmobiliarias para las que la vivienda no es un derecho, sino una simple mercancía de la que extraer la mayor renta posible. A menudo, esta violencia opera por vías abiertamente ilegales. Otras veces, cuenta con la cobertura de leyes y decisiones institucionales que la autorizan o que incluso la fomentan. Ni el sobreendeudamiento hipotecario, ni el llamado desalojo exprés, ni el apenas 2% de vivienda pública de alquiler, ni la fiebre especulativa que ha dejado tras de sí más de 3.500.000 inmuebles vacíos o infrautilizados, son el producto de espontáneas leyes de mercado. Reflejan intervenciones públicas explícitas, a menudo concertadas con agentes privados a los que deliberadamente se exime de toda responsabilidad social y jurídica.

Esta connivencia, en la que, con diferentes énfasis, coinciden los grandes partidos estatales y autonómicos, no se ha visto cuestionada por la agudización de la crisis. Propuestas razonables como la dación en pago o la movilización al alquiler social del parque habitacional en manos de la banca o de grandes propietarios, se han estrellado con la férrea oposición del PSOE, del PP y de las derechas autonómicas.  Incluso los cuestionamientos al procedimiento de ejecución hipotecaria por vulneración del debido proceso y del derecho a la vivienda han sido descartados por el Tribunal Constitucional sin consideración alguna sobre la actual situación de emergencia habitacional.

Este bloqueo institucional contrasta con la actitud de otros países. En Francia, por ejemplo, existe una moratoria de desahucios durante el periodo invernal y ayuntamientos como el de Bobigny disponen de ordenanzas antidesalojos para proteger a las familias más vulnerables. En un contexto así, no sorprende que diferentes movimientos sociales y vecinales hayan emprendido movilizaciones en todo el Estado para dar apoyo a las familias afectadas y frenar los más de 200 desalojos que se practican diariamente. En los últimos meses, ya se han parado más de 60 gracias a la campaña "STOP desahucios". Estas  acciones de solidaridad constituyen una vía legítima de defensa, no de privilegios, sino de los derechos de todos, constantemente amenazados. Y suponen, además, la impugnación de normas y de decisiones judiciales e institucionales a menudo reñidas con la propia legalidad proclamada en constituciones y declaraciones de derechos humanos.

Esta desobediencia civil disruptiva pero no violenta, frente a la ilegalidad del poder que ha caracterizado la actuación del 15-M, es tal vez la última barrera garantista frente a un proceso acelerado de descomposición social. Pretender tratarla como una cuestión de orden público, practicando desahucios sin previo aviso, en horas inhábiles o con amplios
dispositivos policiales, es un gesto de impotencia que, lejos de eliminar el conflicto, ahondará el descrédito de las propias instituciones. Tener un techo digno y seguro es una necesidad básica para el desarrollo personal y para la vida en comunidad. Y el desahucio, la condena a la intemperie, una forma de violencia a la que, como muestran las acciones de protesta en curso, ninguna persona sensata y con fuerzas puede resignarse de brazos cruzados.

Los autores son juristas y miembros del Observatorio DESC

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