Buzón de Voz

Motivos para votar

Las múltiples carencias del sistema democrático podrían llevar a la conclusión de que votar o no votar es una cuestión menor que afecta poco o nada a los intereses concretos de los ciudadanos. No es verdad. Entre las 35.779.208 personas convocadas hoy a las urnas, habrá muchas que ni siquiera serán conscientes de que están viviendo la etapa democrática más larga de la historia de este país. Ese detalle seguramente lo valoran más quienes sobreviven al censo electoral de junio de 1977, cuando se celebraron las primeras elecciones democráticas después de cuatro décadas de dictadura militar y 23.583.762 españoles tuvieron derecho a voto con la mirada puesta en el retrovisor de una guerra civil. Tal día como hoy, un 20 de noviembre pero de 1975, había muerto en la cama su principal culpable.

Estos serán los primeros comicios no condicionados tampoco por el gatillo de ETA. En vísperas de las elecciones de 2008, ‘Público’ tituló en portada "Balas contra votos", porque había sido asesinado en Mondragón el exconcejal socialista Isaías Carrasco y todos los partidos suspendieron su cierre de campaña para guardar luto, como también había ocurrido en 2004 con los atentados islamistas del 11-M. Celebrar en paz y en libertad unas elecciones generales no es una habilidad de carácter genético, sino una conquista que a los pueblos que la logran les cuesta lágrimas y vidas.

Esta vez no hay balas ni bombas que interfieran en la decisión de la ciudadanía. El ‘shock’ que provocaba la violencia terrorista ha cedido el paso a otro tipo de pánico: el que suscita la más absoluta incertidumbre económica. Cuando las encuestas preguntan si hay motivos para "estar indignados", más de un 70% de la ciudadanía responde que sí. Claro que hay razones para desconfiar de un sistema que se ha demostrado incapaz hasta ahora de afrontar desde la política el desafío de una crisis originada en esencia por la voracidad de un sistema financiero excesivamente desregulado y ajeno a la economía real. Pero sería un error enorme responder al envite de los mercados con la rendición de la política. Ese es probablemente el mayor reto de este 20-N. Que la crisis sea global y sus soluciones pasen por la UE no significa que dé igual quién gobierne y cómo en cada país. Los ejemplos calientes de Grecia e Italia, donde se han impuesto ejecutivos tecnócratas gratos a los mercados sin pasar por las urnas, son más cercanos al despotismo ilustrado que a una democracia avanzada, por mucho que reciban el refrendo legitimador de unos parlamentos atemorizados e impotentes.

Sobran motivos para la indignación, pero también los hay, y muchos, para no dar la espalda a las urnas. Quienes reivindican la abstención como decisión meditada para castigar al sistema o como simple desentendimiento del mismo están obviamente en su derecho, pero deben asumir las consecuencias. Una alta abstención siempre beneficia a la opción más votada, y por tanto facilita mayorías absolutas que no siempre responden al deseo de los propios abstencionistas. Por supuesto que la fortaleza democrática exige algo más que un llamamiento a las urnas cada cuatro años. La reivindicación del papel de la política frente a la presión de las finanzas debe incluir una renovación profunda de sus mimbres, para evitar el riesgo de que la clase política sea percibida como una casta opaca y alejada de sus representados. Quienes hoy salgan elegidos en las urnas asumen la grave responsabilidad de poner en valor la función de la política, pero previamente los ciudadanos tienen la oportunidad de ejercer un derecho que, al mínimo descuido, algunos poderes preferirían obviar.

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