Por Andri Castillo Söderström (@hilocrudo)
El primer viaje de mi padre a Finlandia fué en el verano de 1975. Había conocido a mi madre a lo largo de aquel año en la efervescencia de un Torremolinos cosmopolita en el que predominaba el turismo escandinavo. Puedo imaginar perfectamente la fascinación de mi padre recién aterrizado en aquel verdín porque yo misma tengo recuerdos, una década después, de lo increíble que me pareció aquella Finlandia tan distinta a nuestra Málaga natal. Nos alucinaba por ejemplo a mis hermanos y a mí que en los parques hubiera juguetes y bicicletas públicos de los que los niños podían disfrutar y disponer sin la menor tentación de llevárselos a casa. Nos sorprendía que todo el país pareciera una masa forestal interrumpida apenas por pequeñas ciudades, que la gente no hiciera ruido, la timidez un tanto infantil de los adultos y la facilidad, sin embargo, con que todos aquellos tímidos se desnudaban en las saunas. Nos resultaba singular la sencillez extrema con que los finlandeses decoraban sus casas, el espíritu pragmático que imperaba en todas partes, tener que pagar un marco por usar los baños invariablemente limpios de los grandes almacenes, la televisión en versión original subtitulada o la costumbre generalizada de acostarse temprano.
Finlandia era en muchas cuestiones las antípodas de nuestro país y, precisamente por eso, nos resultaba particularmente atractiva, por contraste. Nos encantaba viajar cada año y adaptarnos a las costumbres finlandesas y nos encantaba volver a casa y recuperar lo que añorábamos del "jaleo" andaluz. Mi madre nos contagió así su debilidad por todo aquello que encontraba exótico, empezando por mi padre.
Vuelvo al paseo de aquel malagueño espigado y guapetón por las calles de Turku caminando orgulloso de la mano de su novia, para poner la lupa sobre una anécdota que se repitió varias veces a los largo de sus vacaciones y que me sirve para rescatar un ejemplo práctico de cómo todos somos susceptibles de convertirnos en víctima de nuestros propios prejuicios.
"Eh, tú, mono, ¿eres un gorila?, ¿qué hay debajo de tanto pelo?, ¿qué animal eres tú? Estos monos vienen a quitarnos a nuestras mujeres. ¡Vete a tu país! ¿Qué haces aquí? Aquí no hay trabajo para ti, vosotros no sabéis trabajar, solo ir de fiesta, ¡vago! ¡negro!"
Conociendo a mi padre y por el tono jocoso y guasón con que refiere el asunto, ni aquello consiguió borrarle la sonrisa ni se convirtió en una excusa para no volver a Finlandia. Ya era por entonces un tipo seguro de si mismo que jamás se enredaba en discusiones estériles y que tenía como premisa predicar con el ejemplo. Mi madre lo pasó peor. No solo por la vergüenza ajena que le provocó la ignorancia de aquel atajo de cretinos, sino por la incapacidad de permanecer impasible ante la beligerancia de los necios.
Siempre ha combatido con cierta ironía los argumentos pobres y las actitudes racistas de algunos de sus compatriotas, sobre todo aquellos que visitaban la costa del Sol como turistas, se asentaban como residentes pero no paraban de despotricar contra la idiosincrasia de la cultura local. Nosotros, cachorros del mestizaje, no solo crecimos alternando la costa malagueña y el bosque finlandés, sino que empezamos a viajar bastante temprano a Marruecos, país del que mi madre quedó prendada y al que arrastró a la familia.
Y rescato a propósito la reacción y el discurso previsible de muchos de nuestros familiares y vecinos malagueños previniéndonos alarmados de los peligros de cruzar el estrecho, aduciendo todo el rosario de clichés atribuidos históricamente a nuestros vecinos marroquíes. Todo, para no variar, sin más fundamento que el mero prejuicio.
Mi propio padre al principio sucumbió al recelo, acostumbrado como estaba- y como estamos en general- a ceñirnos a las leyendas, a basarnos en conjeturas y a apropiarnos de opiniones de otros sin experimentar y concluir por nosotros mismos. El prejuicio no es patrimonio de ningún pueblo. Persevera en cualquier latitud porque solo precisa de un caldo de cultivo donde predomine la ignorancia.
Y recordaré siempre una parrafazo con la que mi madre zanjó la discusión y que para mí cierra el círculo: "Acuérdate cuando te llamaban mono, acuérdate de la forma gratuita y estúpida en que has sido subestimado tú por un atajo de ignorantes que desconocen por lo completo tu cultura, tu trayectoria, tus esfuerzos y tu identidad.
No te conviertas tú de pronto, juzgando desde tu atalaya, en aquellos que te subestimaron a ti, porque todos tenemos a alguien que nos mira con condescendencia y estupidez desde arriba". Actualmente, Tánger es nuestra segunda casa.
Cuando en lugar de prejuicios se cultiva y se favorece la natural curiosidad con la que venimos al mundo, el viaje a lo desconocido o la llegada del extranjero se convierte en una oportunidad, porque asumes lo experiencia como una ocasión para adquirir destrezas y trucos que solo el otro puede enseñarnos. Uno adopta o descarta usos y costumbres en funcion de sus necesidades y amplía registros. La xenofobia es el acto reflejo de una mente enladrillada que no respira ni se mueve. Y no hay muro ni prejucio que se resista ante el poderio de una mirada inteligente y sensible. El norte y el sur. Mi norte y mi sur dependiendo de dónde me sitúe, dependiendo desde dónde nos contemplen. Mi padre era el sur de Finlandia y Marruecos el sur de padre. Para mí el norte es lo que me guía y el sur lo que me mueve.
Comentarios
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