Vivíamos en un mundo que acababa de cambiar radicalmente. Hablábamos con un novio primario desde cabinas donde siempre faltaba una moneda más y afuera estaba a punto de llover, tecleábamos en máquinas de escribir, nada sabíamos de siglas IBM, nos dolían las puntas de los dedos, en los cines "S" los coños eran un triángulo de pelo negro. Recuerdo el caso de un compañero que murió debajo de una mesa de billar con la chuta en el brazo, estábamos en BUP, me acuerdo de los trenes de larga distancia hacia la costa vasca o catalana o la gallega donde el concierto consistía en colocarte. Recuerdo solamente algunas cosas, aquel sonido negro saliendo del casete, esa forma de existir en contra.
No había césped. No había césped en los alrededores de las casas a las que volver o ya no volver nunca. No había césped en ninguna parte, ni puertitas, ni setos. Cada noche duraba tres días, cada muerto era el siguiente, cada dosis tenía su portal. En la Zona Franca los muchachos pasaban tripis al salir de la cadena de la SEAT, en las Costa Dorada las chavalas odiábamos el cuerpo, trazábamos la inicial de su nombre en el barro para dejar alguna huella con anhelo de polvo.
Era un tiempo de padres con segundas residencias y casas en el pueblo, cualquier pueblo, cualquier residencia. Nosotras éramos la ausencia de la segunda parte, y nadie nos contaba. Éramos un agujero en el relato. Todo había pasado antes o pasaba después. Con el culo en los peldaños secos del arrabal aquel, ninguna pensaba en su estar, bastante hacíamos con ver salir el sol varias horas después, y otra vez, y otra más.
Intentaron relatarnos en picos de jaco, en fiestas fluorescentes, en trifulcas de bandas, en peces de colores. No intentaron contarnos, jamás, en absoluto. Es la puta verdad. No se cuenta un agujero. Y pasaron los años, ¿pasaron los años?, sin nómina de muertos. No habíamos llegado a tiempo a lo de hippies, el punk nos berreaba la culpa de habernos salvado, contra el pop construimos refugios de escaleras negras donde nunca amanecía aún. Y qué más da si nadie iba a contarnos.
Pasaron, eso dicen, los años, y seguimos aquí terca, recalcitrantemente. Imagino que nadie entre nosotras espera ya existir hacia el futuro, espera ya un relato sobre nuestro haber sido. Del seguir siendo nos quedan a la espalda las memorias del agujero del jaco, del agujero del sida, del agujero sin pueblo ni residencia alguna, del agujero del tripi, del agujero peor, el de no habernos matado para inmortalizar aquello. Ya pasamos, ya fue. Afortunadamente.
Afortunadamente no cargaremos el retrato de nosotras mismas, no dejaremos en herencia esa heridita, ay, de generacional incomprensión, dolor adolescente, enmohecidos traumas estupefacientes de los primero curros, maternidad con tiempo de mirarse las tetas, castigar las ausencias, madres malas ni buenas y ni siquiera madres.
Atiendo, porque soy escritora, a los relatos en serie sobre las generaciones que nos han sucedido y lo hago con desgana, primero con desgana e inmediatamente después con franco aburrimiento. La única diferencia que encuentro entre esos grupos de chicas atormentadas, drogadictas, hastiadas, desconcertadas, con ansiedad, autolesión y algún trastorno medicable, entre ellas y nosotras, es que además de los muertos, les va a tocar cargar con el retrato de sí mismas lanzado hacia el futuro.
Comentarios
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