Posibilidad de un nido

Contra las violaciones de menores, educación pública obligatoria

Tres niñas a su llegada al colegio CEIP Hernán Cortés durante el primer día de comienzo del curso escolar, a 7 de septiembre de 2022, en Madrid (España). Foto: Marta Fernández / Europa Press
Tres niñas a su llegada al colegio CEIP Hernán Cortés durante el primer día de comienzo del curso escolar, a 7 de septiembre de 2022, en Madrid (España). Foto: Marta Fernández / Europa Press

Vamos sabiendo de violaciones aterradoras. Toda violación lo es, pero las perpetradas por bandas de niños contra niñas rompen alguna certeza, alguna zona de tranquilidad, que nos deja estupefactas, nos convierte en estatuas de hielo y tanto cruje el corazón que ni atinamos a llorar. Esta semana ha sido en Logroño. Las dos niñas tienen 14 años. Los violadores, entre 13 y 16. Algunos de ellos son tan pequeños que no acaban de casar con nuestra idea del delito y la pena. Cuando nacieron las crías, la crisis de 2008 ya llevaba un año arañándonos la espalda.

A medida que vamos conociendo datos, sorprendidos y asustadas a un tiempo, un espanto de escarcha nos cubre palabras y costumbres. Entonces se habla de la pornografía. Se dan cifras. Se informa de que los niños y las niñas empiezan a ver pornografía a la edad en la que en mi época hacíamos la primera comunión. Yo hice la primera comunión a los ocho años.

Los niños ven pornografía en los teléfonos móviles, en los múltiples dispositivos que decoran su vida diaria, así que la primera reacción es clamar contra los móviles, las redes e internet. La segunda, proponer que se prohíba el acceso a los críos a las páginas de pornografía. Madre mía. Millones y millones y millones de páginas vistas. Toda una inconmensurable realidad de genitales, anos, pechos, bocas, utensilios sexuales, primerísimos planos, violaciones, violencias, jadeos y gritos. Lo llaman sexo. Idiotas

Ante cada atrocidad sexual perpetrada por niños o adolescentes, hablamos de móviles, pero no hablamos de sexo. Mucho menos con ellos, con las niñas y los niños. De hecho, una gran parte de la población considera que hablar de sexo con nuestras criaturas es una aberración, y así lo hacen saber. Varios partidos políticos, con el PP a la cabeza, llegan a incluirlo en sus programas y sus arengas. "A mi hijo solo le hablo de esas cosas, yo", exclaman henchidos de ignorancia. ¿De qué tiene miedo esa gente? 

Las niñas y los niños están viendo pornografía pensada para adultos, pergeñada para adultos y en su inmensísima mayoría basada en la violencia contra las mujeres, en la violación. A esa pornografía, los adultos la llaman sexo. Lo peor no es que no hablen con sus hijos e hijas sobre la pornografía que ven. Lo peor tampoco es que esos adultos cierren los ojos, como criaturas, para no ser vistos, para que la realidad no exista. Lo peor es que ni siquiera hablan con ellos y con ellas de sexo, sobre el cuerpo y la sexualidad. Porque si hablaran de sexo abiertamente con sus hijos e hijas, éstos entenderían que la pornografía es otra cosa. También entenderían que el sexo es natural, rico, placentero, gozoso. Aprenderían a conocer su cuerpo, qué es el placer y cuál es su contrario. Sabrían diferenciar la violación, sabrían sentir asco, porque la repugnancia se aprende, es una construcción. Por eso, ni más ni menos, a esos críos no les repugna ver violar. Porque están acostumbrados. 

Urge hablar de sexo con los y las menores. Como sociedad. Urge además entender que tal asunto compete también a los centros educativos. Para eso llevan tal nombre. La educación en el sexo es tan o más importante que la educación en los hábitos alimenticios, en el respeto por el medioambiente, los principios de la física, las artes o el conocimiento de nuestra historia. Sí, probablemente es más importante lo de la sexualidad. No todas las familias están preparadas para hablar de sexo con sus hijos, no todas saben hacerlo, no todas tienen las herramientas, no todas quieren. Es más, una parte importante de la población se niega a hacerlo.

Cuando enfrentamos el horror de las violaciones de niños a niñas, después de clamar prohibiciones de máquinas, se nos llena la boca con la palabra educación. Más de la mitad de la escuela privada concertada en España es católica, se acerca al 60%. Mientras eso siga así, podemos dar vueltas como la mula al torno al asunto de las violaciones de niñas a manos de críos menores de edad. Es hablar por hablar, perder el tiempo en un asunto en el que no podemos, desde luego no deberíamos permitírnoslo.

De hecho, mientras cunda la idea de que los padres pueden elegir la educación de sus hijos, cualquier debate es paja. En España no se puede educar a los menores en centro nazis, por ejemplo. Tampoco con disciplina militar. No permitimos los castigos físicos ni psicológicos, el adiestramiento en las armas o centros de, pongamos, comunidades terraplanistas. Porque no, los padres no pueden elegir la educación de sus hijos e hijas. Es la sociedad, un pacto social, quien la decide.

Existe la creencia de que los más de 9.000 centros educativos privados que existen en España pueden modificar más o menos a su antojo la educación del alumnado. De hecho, su simple existencia lo hace, la modifica para empezar en una selección económica, de clase. En el caso de los centros educativos religiosos, que son la mayoría, este punto resulta insoportable. Hoy en España miles de niños y niñas crecen en colegios regidos por personas que, sin ir más lejos, condenan la homosexualidad. ¿Cómo van a impartir educación sexual? ¿Qué enseñan a las criaturas, en el remoto caso de hacerlo?

La educación obligatoria debería ser, toda ella, pública, gratuita e igual para absolutamente todo el alumnado. Debería incluir, como materia relevante, la educación sexual y en sus propios cuerpos, cosa que parece una obviedad pero espanta a millones de personas. Nos va en ello el futuro como sociedad sana, democrática e igualitaria. Y sí, urge sacar las religiones de todo este asunto.

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