"Ellas han denunciado de forma desinteresada, no piden nada a cambio". He ahí una frase trampa donde las haya. Viene a decir: Ellas no son, como sí otras, mujeres interesadas que buscan lucrarse denunciando las agresiones sexuales de un hombre famoso o poderoso o, lo que viene a ser lo mismo, rico. Ya lo oímos hasta la saciedad en el caso de Dani Alves, y se supone que aporta un plus de veracidad a la denuncia de la víctima. Lo que hace es solidificar la idea hedionda de que las mujeres nos movemos por la pasta, de que hay un interés económico detrás de la denuncia de cada hombre rico, lo mismo que detrás de bodas y demás relaciones.
Otra peregrina idea muy difundida, y que va cobrando fuerza desde que arrancó el movimiento MeToo, es que nos basta con señalar al delincuente y que se conozca su nombre. O sea, que el mero hecho de que se señale, pongamos a Weinstein o a Vermut, ya es en sí mismo un mecanismo de restitución a las víctimas. Algo así como: Está bien, el tipo te agredió sexualmente, nos lo creemos, ahora ya conocemos su nombre y lo hemos publicado, así que deberías darte por satisfecha, ¿no?
Hasta tal punto hemos magnificado el señalamiento, que cunde la creencia de que la cosa debería quedarse ahí. ¿Qué más quieren? ¿No les basta con que se sepa? ¿No les basta con haber arruinado su carrera y su vida? Pues no. No señores, no. ¿Por qué iba a bastarles?
Todo lo anterior, la denuncia, el señalamiento, la publicación del caso, etcétera tienen que ver con el agresor. Parecen dejar a la víctima en un limbo donde se considera que todo lo que le suceda a él debería resultar suficiente para ella. ¿Por qué? Ellas, las víctimas, lo único que consiguen es pasar miedo, perder la poca paz que hayan podido conseguir tras las agresiones y de nuevo modificar sus vidas a peor.
Pero sucede que, junto a la detestable idea de la víctima que se lucra, avanza la idea de la víctima que se venga. Ah, la venganza, eso que el patriarcado considera uno de los pilares fundamentales del feminismo, qué daño ha hecho. Y qué asco me da.
El primer camino que recorren las mujeres que denuncian públicamente tiene que ver con el agresor. Se le señala, y con ello se consigue sobre todo que no pueda seguir ejerciendo la violencia que esas víctimas han sufrido. Entre otras cosas. Pero lo que mueve a estas mujeres no es la venganza —a mí no me asusta la venganza, dicho sea de paso—, sino la justicia y, sobre todo, descansar. Pero es evidente que si se quedan en ese primer camino, el de señalar públicamente, ni descansan ni reciben ningún tipo de restitución, ni tienen la sensación de que se haga justicia. Al contrario, quedan todavía más dañadas de lo que estaban.
De los movimientos por la Memoria Histórica hemos aprendido bien los pasos necesarios: Verdad, Justicia y Reparación. Además de la garantía de no repetición, siempre escurridiza. Las mujeres que han señalado a Carlos Vermut, las que señalan y señalarán a otros, han dado solamente el primer paso, el que tiene que ver con la Verdad. Quedan, y estos no son solo suyos, los de la justicia y la reparación, de los que debería participar toda la sociedad.
En este punto, habría que perder el miedo a hablar en términos económicos. Habría que salir de la trampa que nos ha puesto el patriarcado por la cual, si hablas de dinero, estás maldita, eres una interesada, tu denuncia no vale, nos es creíble ni jurídicamente sostenible.
Basta ya. Las víctimas deberían poder exigir, sin vergüenzas ni melindres, ante los tribunales la justa reparación que les toca. O sea, que el criminal pague por lo que ha hecho. Que pague dinero. Que se lo pague a ellas. Así funcionan las cosas en todo el resto de los ámbitos judiciales. Tan sencillo como la indemnización por responsabilidad civil de una conducción negligente, o con el conductor borracho, por ejemplo. Es ese caso nadie cuestiona la reparación económica de la víctima. En las agresiones sexuales debe ser igual.
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