Napoleón advirtió que "China es un gigante dormido, pero cuando despierte sacudirá al mundo". Y vaya si lo sacude. Más de dos siglos después, la premonición del francés se cumple a la perfección, llevándose por delante, si es preciso, los Derechos Humanos (DDHH). Cuando en 1989 se produjo la masacre de Tian’anmen, EEUU decidió prohibir las exportaciones de material para el control del crimen, como equipamiento para huellas dactilares. Eso no incluye la venta de videocámaras y demás componentes para un despliegue de videovigilancia, escudándose en que esta tecnología también se dirige a regular el tráfico. Esto permite la ejecución en la ciudad de Chongqing -12 millones de habitantes- de un megaproyecto: 500.000 videocámaras para cubrir más de medio millón de intersecciones, vecindarios y parques en un área un 25% mayor que toda la ciudad de Nueva York.
A la luz de informes como los de Aministía Internacional que, incluso, acusan al gobierno de Wen Jiabao de suspender y revocar licencias de abogados para impedir que defiendan a los disidentes, los defensores de los DDHH tienen sobradas razones para pensar que el objetivo oculto de este proyecto es controlar y vigilar a los disidentes políticos. Más aún después de ver las últimas actuaciones con el activista Hu Jia o el artista Ai Weiwei. Con todos los matices que se quieran introducir, no parecen tener el mismo específico las 500.000 videocámaras de Chongqing –o las 280.000 de Pekín-, que las más de 150.000 que tiene Moscú, o las más de 10.000 de México DF. Ni siquiera, las cerca de 15.000 de Chicago, en cuya última fase del proyecto la secretaria de Estado para la Seguridad Nacional, Janet Napolitano, puso a Madrid como ejemplo a seguir.
Por eso mismo, ha comenzado a propagarse el malestar contra compañías como Cisco Systems, Hewlett-Packard o Intergraph, que presumiblemente sacarán tajada del proyecto de Chongqing. Estas críticas apelan a los códigos de Responsabilidad Social Corporativa (RSC) de las multinacionales, que mientras por un lado presumen de conductas intachables, por otro contribuyen indirectamente a situaciones más que cuestionables desde un punto de vista ético.
El mundo empresarial muchas veces es un fiel reflejo de las Relaciones Internacionales -¿o es a la inversa?- y este mismo fenómeno lo podemos observar en las segundas. Así, a pesar de que es evidente la sistemática violación de los DDHH en China, se celebran unos Juegos Olímpicos (2008) o una Exposición Universal (2010). Nadie puede decir ‘no’ a China –o eso parece, al menos- pues el tamaño del mercado que representa es una perita en dulce y los millones de euros que pone encima de la mesa cada vez que visita un país iluminan el rostro de cualquier mandatario de Occidente. Ya lo vimos en la gira de nuestro propio presidente –con patinazo incluido después de que China Investment Corporation (CIC) desmintiera su inversión de 9.300 millones de euros anunciada por Rodríguez Zapatero- o, más recientemente, con Cameron en Londres, cuando cerró con Wen Jiabao acuerdos comerciales por valor de 1.500 millones de euros tras un tímido tirón de orejas por la cuestión de DDHH.
Y si el mundo empresarial es reflejo de la política, ésta también lo es muchas veces de la vida ciudadana. En ese sentido, no podemos obviar que cuando compramos un dispositivo electrónico, desde un móvil a un tablet, podemos estar poniendo nuestro granito de arena a la violación de los DDHH en la explotación del coltán en África. Los proveedores de tecnología cuentan con códigos que prohíben la explotación infantil y el trato inhumano, defendiendo el pago y duración de la jornada, ¿saben cómo? "De acuerdo a las leyes locales". ¿Y cuando las leyes locales no se cumplen o, directamente, no se ajustan a lo que aplicaríamos en Occidente? Entonces, como consumidores, saltamos al siguiente tema de la lista de reproducción, como las empresas, como los políticos.
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