Vuelve el 23-F. Superamos las cuatro décadas del intento de golpe de estado y continuamos sin saber realmente qué pasó en aquellos días. Desconocemos quiénes fueron los autores intelectuales de la tropelía, quiénes tenían conocimiento de ella y, por tanto, eran cómplices pasivos o activos, o cómo se desarrollaron posteriormente los juicios. Nos han contando un cuento y cuatro décadas después ya no cuela ni la moraleja. Más aún con un rey emérito cuya moralidad ha volado por los aires. Una de las bases de nuestra democracia, la vanagloriada Transición, se levanta sobre sospechas de una terrible mentira.
Ni es la primera vez ni, me temo, que será la última que escribo sobre el 23-F. A fin de cuentas, aquel intento de golpe de Estado se ha querido convertir en símbolo de nuestra democracia cuando, en realidad, no tenemos motivos para ello. La negativa reiterada a desclasificar los papeles de ese supuesto símbolo democrático al amparo, además, de una ley franquista como la vigente de secretos oficiales (1968), despierta cualquier sentimiento incompatible con la confianza.
Si a ello le sumamos que quienes hemos tenido ocasión de entrevistar a actores del extinto CESID (ahora CNI) que participaron en primera fila hemos escuchado una versión totalmente distinta a la oficial, cobra más fuerza el temor a que la mentira cimenta una de las patas de nuestra democracia.
No existe un solo argumento democrático que avale la opacidad con que, especialmente el PP y el PSOE, han blindado aquel oscuro pasaje de nuestra historia reciente. ¿Qué puede ser tan perjudicial para el país para que 41 años después continúe enterrado y bien enterrado? Sea lo que fuere, la mera ocultación de cuanto sucedió ya es suficientemente dañina.
En contra de quienes creen que revelar la verdad debilitaría nuestra democracia, levantar el secreto oficial la fortalecería. Sin embargo, y este es el verdadero motivo por el que continuamos viviendo, como poco, bajo la sospecha de la mentira, esa verdad lo que realmente minaría sería a ciertos personajes aún hoy en activo, en primera escena política y empresarial.
No es la democracia la que está en peligro si sale a la luz la verdad, sino determinados personajes que al calor de esa mentira han vivido -o vivieron, alguno ya falleció- muy bien las últimas cuatro décadas. Y, claro está, comenzando por el emérito, cuya reputación ya se ha encargado él mismo de dinamitar y, quizás, de conocerse lo que realmente ocurrió aquel día, podría desvanecerse lo único a lo que prácticamente ya se aferran los juancarlistas de turno.
Se impone la verdad y la transparencia. Es una máxima de la democracia que, en la actualidad, continuamos sin disfrutar y, por ello, nadie puede afirmar sin sonrojarse que vivamos una democracia plena... sin sonrojarse, claro está, si tiene dignidad y vergüenza, algo que no se da en todos los casos.