Las ocho denuncias interpuestas hasta el momento por presuntos casos de sumisión química a mujeres durante los Sanfermines vuelven a recordarnos que acabar con esta atrocidad es labor de todos. No utilizo el lenguaje inclusivo intencionadamente, pues somos los hombres quienes más responsabilidad tenemos en esta cuestión, no sólo porque los agresores son mayoritariamente varones, sino porque en muchas ocasiones actúan en manada, brindando así la oportunidad a que al menos uno de sus miembros frene esta barbaridad.
Las cifras que maneja el Ministerio del Interior, tras encargar un estudio a la Universidad de Barcelona, son una auténtica barbaridad: 400.000 incidentes de violencia sexual al año. La cifra en sí revuelve las entrañas; son más de 45 agresiones cada hora. Si se profundiza, aún es peor, porque estas agresiones son cometidas por 250.000 agresores contra 350.000 víctimas, de las cuales el 25% es menor de edad. Pensar en la reincidencia de los agresores no sorprende, pero hacerlo en que una misma víctima lo es repetidas veces sobrecoge aún más.
Entre estas agresiones se encuentran las violaciones que, en contra de lo que se piensa, son cometidas en un 80% de los casos por conocidos. Entre esas violaciones, se encuentran las llevadas a cabo por sumisión química, que en los últimos cinco años han aumentado hasta suponer ya un 33% del total. Durante estos Sanfermines se está poniendo el acento en los pinchazos -lo que, además, entraña el riesgo de infección con otros virus como hepatitis o VIH-, pero la sumisión química ya venía estando muy presente en las violaciones.
Aunque se dirige mucho el foco a ello, ni siquiera es preciso recurrir a drogas o sustancias farmacológicas que, sean legales o ilegales, son muy sencillas de obtener, como benzodiacepinas, éxtasis líquido o GHB, ketamina, fentanilo, LSD o escopolamina (burundanga), entre otros. El alcohol es la sustancia más habitualmente empleada, hasta en un 80% de los casos de sumisión química. El hecho de que ahora en Sanfermines sean noticia los pinchazos habla de la vileza, de la todavía mayor cobardía del agresor, sin que esto quiera significar que violar o abusar de cualquier otro modo entraña valentía alguna.
Como hombre, me resulta más sencillo ponerme en la mente de la víctima que del agresor, pues admito sentir el deseo de aplicarle su misma medicina, esto es, anular su voluntad cuando es pillado in fraganti y hacerle sentir, cuando recobre el sentido, lo mismo que hubiera sentido su víctima de haber consumado el delito. Ni siquiera remotamente, en cambio, soy capaz de imaginarme qué placer produce violar a una mujer, ofrezca o no resistencia en función de si la he drogado previamente.
Mi deseo no es sólo que este último sentir sea mayoritario entre los hombres, sino que además, cuando ven a otro siquiera bromear con la posibilidad de abusar de una mujer, lo corten de raíz. Resulta esencial potenciar ese comportamiento, mucho más que el volver a poner el énfasis en las víctimas con recomendaciones, como las ofrecidas estos Sanfermines, de ir en cuadrilla, de buscar el abrigo del resto de amigas o amigos.
En este punto, no niego la idoneidad de tales consejos, pero echo en falta que, incluso en los informativos, se apunte a la necesidad de que sean los hombres quienes estén en guardia ante esta aberración, pues es entre hombres entre los que se trama y se perpetra. Urge más que nunca, pues a pesar de esas más de 45 agresiones sexuales que se cometen cada hora del año en España, únicamente un 5% termina con una condena de prisión. Se impone, pues, la necesidad de detener esta lacra antes de que se consuma y esto no será posible únicamente con precauciones por parte de las mujeres y mucho menos coartando su libertad, sus derechos. Ante la sumisión química o cualquier otro tipo de agresión sexual contra las mujeres, rebelión masculina. Ya vamos tarde.