El CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas) ha perdido crédito. El organismo que se creó para poder recoger de un modo objetivo el sentir de la opinión pública ya no es útil para nuestra democracia. Ha sido instrumentalizado por los partidos que han pasado por el Gobierno y, en esta legislatura, ha alcanzado la sima del desprestigio. La fosa en la que se ha hundido lo convierte en un gasto público prescindible... aunque por eso no pregunten en sus sondeos, claro.
Lleva tiempo la oposición -y no sólo la derecha, sino también el ala más progresista- criticando el modo en que su máximo responsable, José Félix Tezanos, dirige el organismo. El hombre que fuera designado a dedo por el PSOE, extraído de sus mismas filas, ha conseguido forjar un consenso global de rechazo, tanto al modo en que cocina los datos como por los temas por los que pregunta.
Habiendo heredado el ya histórico e intolerable error de no preguntar por la monarquía, temerosos de que ni siquiera el cocinado de los datos pueda ocultar la desafección de la opinión pública hacia tan caduca institución, no hay barómetro del CIS que no genere polémica y malestar. El último de ellos llegó a preguntar por el resultado del debate en el Senado que protagonizaron Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo, lo que le valió las encendidas críticas de la oposición. Y no le falta razón.
La utilidad pública del CIS, aquella con la que nació para servir al funcionamiento de la democracia para tomar el pulso de la ciudadanía, ha desaparecido. En su lugar, los gobernantes lo han convertido en su particular agencia de marketing y la oposición en su arma arrojadiza. El único interés que despierta ya la publicación del barómetro del CIS es encontrar un nuevo patinazo.
Sus sondeos, sencillamente, no dan una. Especialmente en lo referido a los pronósticos electorales, la ciudadanía desconfía del CIS, mostrando una mayor preferencia por los sondeos de empresas demoscópicas privadas. Tal falta de desprestigio y carencia de credibilidad no se debe únicamente a la propia acción del CIS, sino a los principales partidos políticos, que en función de si las estadísticas les favorecen lo aplauden o tiran por tierra.
El resultado es que a la ciudadanía le importa un bledo el CIS y todo cuanto publica. No es un tema menor aunque, inmersos en un clima político tan deleznable, su importancia se deshace como un terrón de azúcar en el café. Haber perdido el instrumento que permitía al gobernante conocer cómo recibe el pueblo sus políticas, qué le inquieta, qué le motiva... supone perder contacto con la realidad y, a la postre, se percibe tanto en el Gobierno como en la oposición. La caída del CIS se traduce en la demolición de un pilar de nuestra democracia; tiene más, es cierto, pero cada vez más temblorosos, más aquejados de una aluminosis partidista que multiplica las réplicas sísmicas que preceden a un terremoto.