No está la casa para fiestas. España, como le sucede al resto de Europa, se enfrenta a tiempos difíciles con un contexto macroeconómico que condiciona la acción del Gobierno y asfixia a quienes menos tienen, ampliando aún más la brecha de desigualdad. Con este contexto y en vísperas de año electoral, desde Ferraz han decidido celebrar el 40 aniversario de la victoria electoral de Felipe González en 1982.
La línea que separa vivir de las rentas y celebrar un hito es muy delgada y termina por desdibujarse cuando se edulcoran los hechos. Y vaya si lo endulzan en las filas socialistas; en cada celebración, década a década, el grado de embriaguez nostálgica se eleva, se abandona la vertical y la vista adopta el efecto túnel, perdiendo la visión periférica que nos descubre lo que deparó la II legislatura de nuestra democracia.
La victoria de González no puede separarse del clima de polarización que se vivía entonces, con la resaca de una dictadura sangrienta de casi cuarenta años, la constante sensación de un inminente golpe de Estado y un hambre desaforada de abrirse al mundo eran parte de la convivencia diaria. Esta España de extremos le otorgó al PSOE una mayoría absoluta aplastante de casi diez millones de votos que le otorgaron 202 escaños, pero también hizo que la derecha más retrógrada de Manuel Fraga se merendara al centro de la UCD, que pasó de 168 diputados a únicamente once. La Alianza Popular del exministro franquista pasó de nueve a 107 escaños. De eso, también hace ahora 40 años.
No se puede negar que la llegada del PSOE al poder cambió España, como tampoco se puede obviar que el margen de mejora del país era amplísimo. Se suele caer en el error de juzgar el pasado con ojos del presente; pero también es costumbre utilizar ese argumento para sacudirse las vergüenzas y quedarse únicamente con las alegrías. ¿Por qué para algunas personas sí es lícito mirar con ojos actuales y memoria selectiva los aspectos considerados positivos? Sencillo: porque es humano retorcer la realidad, amoldarla a nuestra conveniencia para hacernos sentir mejor, aferrarnos a los buenos recuerdos y desterrar los malos, especialmente cuando formamos parte de ella. Y el PSOE es experto en la materia.
El 40 aniversario que celebra el PSOE con más de una treinta de actos convocados de septiembre hasta final de año deja a un lado el polémico ingreso en la OTAN, la traición al pueblo saharaui -otra más del PSOE-, la reconversión industrial que nos condenó a un modelo de sol y playa, los GAL, el distanciamiento con Euskadi y Catalunya...
La celebración es sana, como también lo es el reconocimiento, pero igual que es preciso saber ganar y saber perder, lo es saber celebrar. Ver la evolución de Felipe González en las cuatro últimas décadas no es, precisamente, motivo de festejo y ovación. Su progresivo giro neoliberal, su tendencia caprichosa a torpedear la acción de su partido, su soberbia, prepotencia y desprecio por quienes tratan de renovar la política, criticando su bisoñez a pesar de que aquel primer gobierno socialista apenas tenía una edad media de 40 años, hace que el brindis de esta celebración sea a base de garrafón. El homenaje es saludable, el regodeo, obsceno.