Encaramos la recta final del año y la cuestión catalana no ha avanzado gran cosa. El máximo logro es la estabilidad alcanzada en el Estado y, muy especialmente, en Catalunya, en la que el Gobierno de Rajoy consiguió generar divisiones y crispación en el mismo seno de las familias, dificultando la convivencia. Ahora, La Moncloa congela la mesa de diálogo y surge la pregunta: ¿cuál es su balance en lo que va de legislatura?
La paz social conseguida en Catalunya en estos últimos cuatro años no es un asunto menor. Darla por hecho sería una tremenda equivocación, como la que en nuestro día a día nos lleva a no valorar las cosas buenas que nos rodean hasta que las perdemos. El paso de Rajoy por el Gobierno fue demoledor; su inacción en un primer momento y su brutal represión cuando rompió su mutismo llegaron a tensionar la convivencia en Catalunya como nunca antes se había visto.
La llegada del Gobierno de coalición propició un giro copernicano a la cuestión catalana. Ya no se habla de fuga de empresas ni se cuestiona la salud de la economía catalana y, muy especialmente, el grado de crispación social que en aquellos años llegó a alcanzarse se ha disipado. Ese es un logro compartido del Gobierno de España y de ERC al frente de la Generalitat; la segunda gracias a haber sabido sacudirse la política tóxica de Junts per Catalunya.
Asumida la importancia de lo conseguido, es importante ahondar en la raíz del problema, que ni se ha rozado. Tras cinco reuniones escenificadas en los últimos cuatro años, la lectura que realiza el ciudadano y ciudadana medios es que la paz social ha requerido muchas concesiones y de calado, habiendo quemado cartuchos sin avanzar demasiado en el desbloqueo de un asunto que trasciende a Catalunya y afecta a nuestro mismo modelo territorial.
Los indultos o la modificación del Código Penal son peajes muy caros desde la óptica ciudadana sin saber exactamente hacia donde conduce esta autovía. El gobierno de Pedro Sánchez parece querer congelar la mesa de diálogo, sin tener prevista fecha para una nueva convocatoria, mientras que desde la Generalitat, Pere Aragonès fija 2023 como el año para sentar las bases para un referéndum pactado. No quiere Sánchez que la recta final del año se pueda empañar con esta consulta acordada, más aun teniendo a la vuelta de la esquina elecciones autonómicas y municipales.
Visto desde fuera, la balanza de la mesa de diálogo se inclina del lado de Aragonès más que de Sánchez, que tendrá que hacer mucha pedagogía en 2023 para que la derecha torticera no emponzoñe como acostumbra los avances de nuestra democracia que, como tal, ha de dar espacio a la soberanía popular. Ya hemos visto el modo en que el PP ha propiciado y aplaudido que el Tribunal Constitucional nos hurte esta soberanía y ha de impedirse a toda costa que generalice ese menoscabo democrático.
En lugar de anestesiar el proceso, como parece pretender Sánchez, haría bien en profundizar en el foco del problema más que aplicar pomada para eliminar la erupción que, tarde o temprano, volverá a aparecer, amplificándose con la ortiga que agita la derecha. ¿Tan malo es saber qué piensan los millones de catalanes y catalanas sobre su independencia antes de convocar al resto del país a opinar sobre ello? Desde la óptica independentista, esa consulta le aportaría a ERC mayor legitimidad a la hora de demandar la independencia, para la que muchas personas dudamos que realmente contara con suficientes apoyos dado todo lo que se perdería por el camino, comenzando por su adhesión a la Unión Europea (UE).
Anestesiar el procés recuerda peligrosamente la estrategia inicial de Rajoy y ya sabemos cómo terminó aquello. Lejos de narcotizar la mesa de diálogo, lo que ésta precisa es un buen 'chute' de adrenalina, poniendo en valor las concesiones otorgadas -y que siempre negó que haría-, sin perder de vista que, pese a la visión retrógrada de la derecha, consultar a la ciudadanía nunca está de más.