Ha trascendido el borrador de sentencia que la ponente del Tribunal Constitucional llevará a deliberación y que señala la injusticia sufrida por el exdiputado de Podemos Alberto Rodríguez, cuya condena impuesta por el Tribunal Supremo le privó de su acta de diputado. Esa injusticia padecida por Rodríguez es la sufrida por nuestra misma democracia, porque si el Supremo juzgó unos hechos anteriores a que el canario fuera servidor público, el fallo del Constitucional lo hace dos años más tarde, durante los cuales la ciudadanía ha perdido a su representante.
El caso de Rodríguez es un perfecto ejemplo de cómo salirse del carril puede traer duras consecuencias. A los poderes más casposos del país, esos que cuya presencia llena de tufo a rancio estancias completas, se les atragantó el diputado canario el mismo día que entró en el Congreso con rastas y jersey. A partir de ahí, todo fue a peor.
Tras un juicio irregular y una causa que no se activó hasta que fue diputado de Podemos y quisieron quitárselo de en medio, Rodríguez asistió perplejo a cómo el Derecho, lamentablemente, no es garantía de nada, pues vio cómo los servicios jurídicos del Congreso eran capaces de afirmar una cosa y la contraria aplicando la misma ley, terminando dando aval a la presidenta de la Cámara Baja, Meritxell Batet (PSOE), para retirarle su acta de diputado. No ha vuelto a recuperarla desde entonces, privándose así al electorado de su derecho a confiar en Rodríguez para representarlo.
Dos años más tarde y tras la presentación de un recurso de amparo, todo indica que el Tribunal Constitucional confirmará que la pena impuesta por el Supremo fue desproporcionada. Quizás, a los magistrados de la Sala Segunda del Supremo no les gustó que durante el proceso Rodríguez no agachara la cabeza y, lejos de clavar rodilla en suelo, expusiera las irregularidades de la causa, las malas prácticas que persisten en las fuerzas del orden... Lo que ellos seguramente consideraron arrogancia no era más que integridad, una cualidad que demasiada gente con poder desconoce.
Una sentencia desproporcionada es sinónimo de una vulneración de derechos fundamentales, nada menos, que por parte de un alto tribunal. Siguiendo ese ciclo, esa vulneración de derechos fundamentales, cuando se produce en un diputado, se extiende a toda la democracia, pues afecta al conjunto de la ciudadanía, de quien emana la soberanía popular. El modo en que el Tribunal Supremo dio la estocada política a Rodríguez arrebató a la ciudadanía su derecho a elegir legítimamente a sus representantes. El mandato encomendado al diputado de Podemos fue suspendido por el Supremo en una más que evidente interferencia entre poderes, tal y como ahora evidencia el Constitucional.
La vulneración de los derechos fundamentales de Rodríguez forma parte de la persecución judicial, del lawfare, al que ha sido sometido Podemos desde su nacimiento. Este acoso es innegable, como también lo es la solvencia con la que la formación morada ha salido airosa en todas las causas. ¿Quién y cómo compensará ahora a Rodríguez? ¿Y a la ciudadanía a la que arrebataron injustamente a su representante? Sencillamente, no se puede. No hay compensación posible y pese a la poca relevancia mediática y tertuliana, es un hecho gravísimo. Es una mancha en nuestra democracia que no debiera pasarse por alto. Incluso el fallo de ahora del Tribunal Constitucional supone una falla del sistema, pues su llegada dos años después del agravio del Supremo no resuelve nada, de hecho, ahonda en la falta de garantías procesales sufridas por Rodríguez, sufridas por toda la ciudadanía. Esconder este desafío que tiene nuestro Estado no hace más que acrecentar el problema, que sin duda volverá a producirse y, con ello, un nuevo descalabro a la democracia.