Para mí las batas blancas siempre fueron un mito sexual porque de niño pensaba que las enfermeras eran todas mujeres bellas e inquietantes que llevaban aquellos uniformes sólo para írselos quitando despacio. Luego me volví hipocondríaco y descubrí lúgubremente no sólo que entre las enfermeras había de todo sino que las camas de hospital no estaban diseñadas para la pornografía.
Yo me he muerto ya varias veces de enfermedades desconocidas y terribles que van desde la rótula de escritor al desprendimiento de sobaco. Una vez fui al ambulatorio con unas sensaciones de hormigueo en la cintura, una especie de michelín fantasma, y el médico me acabó recetando unos tirantes. Otra vez vi, a través de la puerta entreabierta de la consulta, a una doctora que consultaba ceñuda una radiografía de mis pulmones mientras hablaba por teléfono durante unos minutos tan largos que pensé que eran los últimos de mi vida, la cual iba a desfilar de un momento a otro ante mí en cinemascope. Iba por la primera comunión o por la segunda cuando ella me hizo una seña, pasé con cara de matadero y descubrí que estaba hablando con su novio.
Para expectorar mis miedos, intenté varias veces la psicología pero me enseñaron unas láminas rarísimas donde tenía que decir lo primero que me pasara por la cabeza. Resulta que yo veía un murciélago donde todo el mundo veía una mariposa. O un motorista de frente sentado en una Harley y con un primer plano de las botas donde había una montaña. Y así sucesivamente, de manera que no acerté ni una sola mancha. Veintitantos años después acudí a otro psicólogo que en la segunda y última consulta, mientras yo le explicaba el ascensor de flemas que sentía en la garganta, se puso a teclear mensajes por el móvil, probablemente con la neumóloga de la radiografía.
Los hipocondríacos vamos al médico igual que otros juegan a las quinielas, deseando no acertar ni una, aunque sabemos que algún día nos tendrá que tocar, como Chumy Chúmez, que escribió sobre su tumba el epitafio más genial y rencoroso que se recuerda: "Os lo dije". Yo ya estoy acostumbrado a que me digan que exagero, pero prefiero que se ría en mi cara un señor con una carrera y una bata blanca que un empresario con una calculadora que ha empezado la reconversión del sector transformando los pacientes en clientes y las ambulancias en taxis. Lo que nos aconseja el gobierno con su sensatez habitual es que el cliente siempre tiene razón, que los pacientes son todos unos exagerados a los que les iría mejor de hipocondríacos y que al final la muerte siempre gana la partida, así que para que perder tiempo y dinero. Al final, asesoradas por Cospedal y sus amigos, Capio y todas las demás tragaperras de pompas fúnebres van a lograr poner en pie mi viejo sueño infantil de prostituir las batas blancas y reformar los anticuados hospitales en honestos putiferios de carretera.
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