Punto de Fisión

Enigmas made in USA

Con la muerte de Bin Laden ocurre como con el desembarco en la luna: requiere un acto de fe. Sánchez Dragó, por ejemplo, sigue sin creer que los americanos hayan llegado a la luna, lo cual es un argumento formidable a favor del primer alunizaje, casi un certificado estelar. Con mayor astucia científica, un viejo vecino de mi barrio sostenía que, teniendo en cuenta la falta de gravedad, para dejar la huella que supuestamente había hecho la bota de Neil Armstrong sobre la superficie lunar, el astronauta debería pesar al menos una tonelada. Un argumento que encontré repetido en un delicioso falso documental donde, entre otras cosas, se decía que la película que mantuvo a medio mundo frente al televisor aquel 20 de julio de 1969 (excepto a mi madre, que estaba muy ocupada con el nacimiento de mi hermano Dani) fue una falsificación realizada por Stanley Kubrick, quien desde entonces se había refugiado en Londres huyendo de los asesinos de la CIA, ansiosos por cerrarle la boca.

Los Estados Unidos son una tierra propensa al espectáculo. John Wilkes Booth saltó a las tablas del teatro desde el palco en que dio muerte a Lincoln, una espléndida metáfora de la historia del país. Como una piedra arrojada a un lago, el asesinato de Kennedy desembocó en el de Oswald, en el de Ruby y en un florido ramillete de muertes concéntricas hasta derramarse en libros, películas y toda clase de teorías rocambolescas que implicaban a la mafia, a Fidel Castro, a Lyndon Johnson, a Nixon y al toro que mató a Manolete. Con su torpeza habitual, en una cinta kilométrica llena de trampas y medias verdades, Oliver Stone casi logró enterrar para siempre el misterio de Kennedy en tres horas y pico de bostezos. No comprendió que a estas alturas interesa más el misterio que la solución.

Bin Laden se ha sumado por derecho ajeno a ese insigne panteón americano de enigmas post mortem. Lo cierto es que siempre fue un enigma, desde mucho antes de aquel día aciago en que, como dijera con prosa blasfematoria Matías Vallés, King Kong se transformó en Alá. De su ejecución lo único que nos permitieron ver fue su reflejo, es decir, su efecto en la selecta audiencia que teóricamente la contemplaba por televisión. Lo que me llamó la atención de aquella escena fue el ademán de Hillary Clinton al taparse la boca, el único gesto de repulsa y horror entre tantos rostros inanes, quizá el único gesto genuinamente humano en ese cónclave de moáis que, sin inmutarse lo más mínimo, miraban a través de una cámara de infrarrojos el final de un videojuego demasiado largo y demasiado atroz.

Nos dijeron que el cadáver del enemigo número uno fue arrojado al mar para evitar incómodas peregrinaciones yihadistas, lo mismo que ahora nos dicen que 23 de los 25 comandos implicados en la operación ya han sido eliminados, 22 en una acción de guerra y otro en un accidente. Iker Jiménez ya se frota las manos ante las puertas abiertas del misterio: de una mortífera maldición desde la tumba, cual Tutankamón con turbante, a una conspiración de la CIA para cargarse a los testigos, pasando por una astuta maniobra de la inteligencia estadounidense para ocultar a los implicados bajo otra identidad.

El caso es que, por muy letales que sean, yo nunca he podido tomarme a los Seals en serio desde aquella película en que Steven Seagal encarnaba al más rambo de todos, capaz de tomar un acorazado él solo sólo sin más ayuda que una paella. Tampoco en el Pentágono se los toman muy en serio. Hace poco, en la revista Squire, apareció una entrevista con el comando que mató a Bin Laden, quien se quejaba amargamente de que, desde que dejó el ejército, se encontraba en paro, sin derecho a pensión ni cobertura médica para su familia. "Me ofrecieron trabajo conduciendo un camión de cerveza en Milwaukee", decía. Muy poca cosa para un país que daba 50 millones de dólares por la cabeza de Bin Laden. He ahí un misterio que ni Iker Jiménez podrá resolver.

 

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