Hoy, dos de mayo, aniversario de independencias y heroísmos, me parece una buena fecha para rememorar nuestra guerra más olvidada. Curiosamente, también la más reciente, porque pocos recuerdan que en 1957 comenzó nuestro penúltimo y grotesco episodio colonial en Marruecos, la guerra de Ifni, una guerra que casi no aparece en nuestros libros de historia, que no suele citarse más que de puntillas, como si jamás hubieran existido los cientos de españoles que perdieron la vida allí, defendiendo los despojos del imperio, un trozo de desierto y una ciudad al borde del mar, Sidi Ifni, que serían entregados diez años después sin disparar un solo tiro.
El mismísimo Franco quiso silenciar la vergüenza de aquella contienda que ponía en entredicho sus buenas relaciones con Marruecos y donde soldados de reemplazo, mal preparados y peor equipados, fueron enviados a morir como conejos. Como ha señalado Lorenzo Vidal Guardiola en La prensa y la guerra que nunca existió, los periódicos de la época apenas informaron de la magnitud del ataque que, en otoño de 1957, estuvo a punto de costarle al ejército español otro Annual. Para la prensa del régimen, lo de Ifni no era más que una revuelta de bandidos, una guerra de chiste, una guerra de broma donde las madrinas desde la Península mandaban turrón y mazapán a los soldados que pasaban las navidades en el Sahara y donde varios artistas de renombre viajaron para animarlos en aquella distante y amenazadora Nochevieja. Carmen Sevilla bailó para los legionarios y Miguel Gila se encontró en carne y hueso en medio de otra guerra que parecía calcada de sus propias y absurdas historias.
Porque nuestros soldados luchaban no contra cuatro moros mal armados sino contra una guerrilla perfectamente organizada, en ocasiones mejor equipada que las tropas españolas, y dirigida por oficiales que se habían formado en las academias militares de la Península. Iban en alpargatas, hambrientos, con viejos fusiles de la guerra civil que muchas veces no disparaban, y con granadas que no estallaban o que les estallaban en las manos. Para que no faltase de nada, los mandos españoles trajeron de las Canarias un regimiento de putas con el que montaron un burdel en pleno acuartelamiento.
Y sin embargo, entre tanta incuria, tanta indecencia y tanto despropósito, hubo actos de valor, de heroísmo y de camaradería que escaparon al toque de queda impuesto desde El Pardo. En la escasísima literatura que ha suscitado la guerra de Ifni, Rosa Huertas acaba de publicar una novela, Los héroes son mentira, donde presta voz a uno de esos héroes anónimos, su propio padre, por aquel entonces un joven teniente desplazado a Sidi Ifni. La novela de Huertas es un responso emocionado, personal y familiar, pero también unánime, a todos aquellos hombres que fueron, como siempre, carne de cañón de la historia, juguetes de una política criminal y rehenes de un tiempo sin testigos. Al leerla he sentido una vez más, entre la rabia y la tristeza, un eco de aquel verso eterno del Cid ("Dios, qué buen vasallo si hubiese buen señor") que resume la historia entera de España.
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