La muerte de Mickey Rooney (157 cm.) ha coincidido en el tiempo con el auge de Tyrion Lannister (134 cm.), el enano de Juego de Tronos. Lo primero que pensé al enterarme de tan tardía defunción es cuántas veces se había muerto antes Mickey Rooney. Teniendo en cuenta que se había casado nueve o diez, una de ellas con Ava Gardner (166 cm.), le correspondía morirse por lo menos dos. La de Ava fue una boda tempestuosa y desigual, en edad y en estatura: él ya era una estrella en alza, sin necesidad de tacones, y ella acababa de comenzar su carrera en el cine, enguantada en aquel vestido negro de The Killers que cortaba la respiración. Ava nunca juzgaba a un hombre por su altura, más bien lo hacía en tres dimensiones. Durante el rodaje de Mogambo, John Ford (183 cm.) se burló de ella por liarse con Frank Sinatra (172 cm.); según Ford, Frank era un italiano esmirriado que sólo pesaba 53 kilos. Ava lo dejó bizco del parche al replicar: "Sí, pero son 3 kilos de Frank y 50 kilos de polla".
En sus memorias, que llevan el irónico título de Life is too short, Rooney se proclama poco menos que descubridor de la sexualidad de aquella apabullante beldad pueblerina que en poco tiempo Hollywood acabaría patrocinando como "el animal más bello del mundo". Más que un matrimonio, lo suyo fue una atracción de feria llena de altibajos (lo sé, lo sé) que no podía durar mucho y no duró. Ava se dedicó a los músicos y Rooney a lo que le echaran por delante, angustiado porque aquella pinta de chico revoltoso en que había basado su éxito se iba marchitando a medida que soplaba velas de cumpleaños. Al final le acabaron ofreciendo papeles de japonés. Truman Capote (160 cm.), que tampoco jugaba al baloncesto, se cabreaba mucho cuando recordaba todos los fallos monumentales de casting en Desayuno en Tiffany’s. No le gustaba Audrey Hepburn (170 cm.) para el papel de Holly, menos aun le gustaba George Peppard (183 cm.) y Rooney no le gustó ni un pelo: "Había un fotógrafo japonés en la novela pero, desde luego, no era Mickey Rooney".
Los bajitos tienen una tendencia natural a mirar el mundo de abajo arriba antes de proponerse escalarlo. Es mejor que se dediquen a conquistar mujeres que a conquistar países. Mientras Napoleón (168 cm.) triunfaba en ambos frentes, Stalin (163 cm.) y Franco (163 cm.) compensaron sus respectivos desniveles con una alarmante propensión a cortar cabezas. Fernando Marías (185 cm.), que me saca casi un palmo, me explicó esta verdad elemental después de narrarme sus desventuras con un editor corto de miras: "David, los enanos nos odian". También me contó el encuentro casi sobrenatural que experimentaron Juan Bas (que también gasta una envergadura considerable, 182 cm.) y él, al tropezar hace ya muchos años en un ascensor de Prado del Rey con Torrebruno (150 cm.). Las puertas del ascensor iban a cerrarse cuando Torrebruno hizo un esfuerzo y logró pasar de canto. Subieron dos plantas de ingrato silencio cuando Fernando vio que Juan Bas torcía la boca en una casi imperceptible sonrisa. Torrebruno, intimidado por aquellas dos moles, también debió de notarlo; en el tercer piso las puertas se abrieron y salió después de canturrear una despedida a media voz. "¿Qué estabas pensando, Juan?" preguntó Fernando, que conoce a Juan desde la infancia y sabía que debajo de aquella sonrisa no bullía nada bueno. "Estaba pensando" respondió Juan "en dar al botón de parada y decirle: Tú, tú jodiste mi infancia. Te doy venticuatro horas para abandonar el país". Al día siguiente Torrebruno se murió.
En la niñez nunca falta un enano con el que medirse. Unos crecieron con Mickey Rooney, otros crecimos con Torrebruno, los chavales de hoy día crecen con Tyrion Lannister. Pero la corpulencia está sobrevalorada y los pequeños se quedan con las chicas más guapas. Crecer no es más que perder la perspectiva, ir puliendo el misterio de las piernas inalcanzables y los escotes inaccesibles. Mickey Rooney, Napoleón, Torrebruno y Tyrion Lannister siempre disfrutaron del sexo como una montaña rusa y un perpetuo can-can. De ellos será el reino de los cielos.
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