La noche del martes, en el festival Madgarden, en los jardines de la Complutense, Ian Anderson se doctoró por enésima vez honoris causa. A la ceremonia asistió un público heterogéneo que iba desde los seis hasta los 80 años, pasando por todas las edades imaginables, un catálogo cronológico que también florecía en el propio escenario, donde el muy venerable Anderson se codeaba con varias generaciones de músicos y, al menos, con tres chavales empeñados en tocarle las barbas. Jethro Tull, más que una banda de música, es una religión que se celebra cada tantos años y a la que los padres llevan a los hijos a hombros y los abuelos a los nietos de la mano para que se inicien en los evangelios del Aqualung, esa compleja y rutilante blasfemia.
En una entrevista donde probablemente se cachondeó del periodista, Anderson dijo que ahora viajaba con su nombre en lugar de con el de un agricultor del siglo XVIII porque quiere que la gente lo conozca antes de morir. Absurdo. No puedo imaginarme un solo fan, por lerdo o novato que sea, que no sepa que el corazón, el cerebro y el alma de la banda es este saltimbanqui escocés de casi 70 años, mago de la flauta y de la acústica, letrista excepcional y dueño de una imaginación melódica inagotable. Parece que estuviera haciendo un guiño a aquella escena de Armageddon, en que los científicos están evaluando al grupo de mineros que va a sacrificarse para salvar a la Tierra de un meteorito, y de pronto Steve Buscemi dice: "Lo que de verdad me saca de quicio es esa gente que cree que Jethro Tull es el nombre del líder del grupo". Entonces el evaluador responde: "¿Quién es Jethro Tull?"
La respuesta resplandeció en el suave crepúsculo de julio a los acordes de Living in the past, un himno generacional que, como tantas otras canciones de Anderson, ha ido adquiriendo diferentes significados, perspectivas, brillos e ironías con el transcurso de los lustros. Viviendo en el pasado estamos todos, porque, como advirtiera Faulkner, el pasado todavía está sucediendo. Pero la noche del martes, desde los jardines encantados de la Complutense, se produjo un desdoblamiento del tiempo y sucedió que todos los fans irredentos de la banda empezamos a habitar dos pasados: el que se nos iba de las manos a cada momento y el que temblaba atrapado en un puro ámbar de música.
A mitad del concierto resonó la escala imperial del Too old to rock’n roll, too young to die, que el público coreó con nostalgia retrospectiva, y oírla tanto tiempo después era como ver alzarse el casco de un navío plagado de algas, percebes, roña y mejillones, sólo que más viejo y más hermoso. Parpadeé un instante y el tiempo seguía fluctuando en una trampa cuántica: a la guitarra no estaba el magistral, astuto y gordo Martin Barre, pero un jovencito Florian Ophale rasgueaba con la misma potencia y descaro del antiguo escudero. John O’Hara a los teclados y David Goodier al bajo cubrían el hueco de los diversos avatares de la banda a través de las décadas, mientras que a la batería, un imperturbable Scott Hammond arreaba los caballos con un sonido algo tosco pero impecable, teniendo en cuenta que cada canción es un acertijo casi indescifrable de cambios de humor, ritmo y atmósfera.
Bien pasadas las once y media de la noche, el piano alcohólico de Locomotive Breath (la canción impía que prohibió el franquismo en España y que suele ser la despedida en los conciertos) inició su andadura de tren por los raíles. Cerré los ojos y ahí estaba otra vez Ian Anderson, como si fuese inmortal, pegando saltos y botes, colocándose la flauta en la entrepierna en desvergonzada referencia fálica, llevándosela a la boca y lanzando escupitajos de escalas una tras otra, como si fuese fácil. Listo como él solo, este año ha puesto remedio a lo único que de verdad le falla: la voz, jodida desde hace muchos discos, con la presencia de un cantante que lo dobla en los coros y lo reemplaza en las frases altas. Las apariciones de Ryan O’Donnell eran como ecos de un juglar isabelino, un danzarín, un clon lampiño de aquel Anderson que en los 70 y los 80 se hacía una pista americana completa entre giros, saltos y cabriolas. Pero anoche medio público llevábamos encima, debajo o al lado nuestro propio fantasma, el doble que fue a escuchar a Jethro Tull nueve años atrás en la Riviera, 15 años atrás, en otra vida. Canción a canción, estribillo a estribillo, coro a coro, Anderson conjuraba a todas aquellas sombras del pasado como el flautista de Hamelín guiando a sus ratones por el inútil laberinto del tiempo.
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