En 2013 Bernardo Bertolucci admitió en una entrevista en directo que el célebre coito anal con mantequilla de El último tango en París fue una escena improvisada que se les ocurrió a Marlon Brando y a él el mismo día de la filmación. "Me porté de una manera horrible con Maria" dice Bertolucci, en referencia a la actriz Maria Schneider, "porque no le dije lo que iba a suceder, porque quería su reacción como niña, no como actriz". La confesión revela la delgada línea que separa la ficción de la realidad, por no hablar de la falta de escrúpulos de algunos cineastas a la hora de plasmar un guión en la pantalla. "¿Sabes?, para hacer películas, algunas veces, para obtener algo creo que tenemos que ser completamente fríos. No quería que Maria fingiera su humillación, su rabia: no quería que actuara, quería que lo sintiera". Desde luego, lo consiguió: la jovencísima actriz salió traumatizada de por vida, intentó suicidarse varias veces y estuvo internada en diversos centros psiquiátricos. Ni Bertolucci ni Brando le pidieron perdón jamás.
Lo más triste de quienes justifican este repugnante procedimiento artístico es el argumento de que, por supuesto, no hubo penetración real, como si hiciera falta tal cosa, como si no bastaran la sorpresa, la violencia y el asco de que un compañero de rodaje mucho mayor que tú te tumbe en el suelo, te arranque la ropa interior y te restriegue los genitales por el culo en aras de conseguir un realismo atroz. Con El último tango en París siempre le he dado la razón a Truman Capote, quien decía que se trataba de una pretenciosa ridiculez que rebosa mala literatura por los cuatro costados. Pero aunque estuviera equivocado y se tratase de la obra maestra del cine que dicen que es, ello no justificaría ni un solo gramo del dolor de Maria Schneider, la rabia y la humillación que Bertolucci quería que sintiera aquella muchacha de diecinueve años. Cuando precisamente la clave del trabajo de un actor es el fingimiento, la actuación.
Por desgracia, el caso de Maria Schneider es sólo uno más en el largo rosario de actrices o actores vapuleados y manipulados en nombre del séptimo arte. En Apocalypse Now, para sacar a flote los demonios del capitán Willard, Coppola obligó a emborracharse a Martin Sheen, quien improvisó en calzoncillos, ebrio y enloquecido, una pelea consigo mismo que acabó con el espejo roto de un puñetazo y una mano chorreando sangre. Poco después Sheen sufrió un ataque al corazón que estuvo a punto de matarlo y lo mantuvo fuera del rodaje tres semanas. Ellen Burstyn contó cómo, en una escena de El exorcista, uno de los especialistas tenía que arrojarla al suelo con fuerza. Aunque ella le advirtió que le estaba haciendo daño, vio cómo el director William Friedkin le guiñaba un ojo para que no le hiciera caso y el resultado fue una lesión de espalda permanente.
Peor suerte han sufrido los animales en el cine. Durante el rodaje de Andrei Rublev, una obra maestra indiscutible, Andrei Tarkovski quemó una vaca viva y tiró un caballo desde lo alto de un campanario. En una entrevista, Paul Naschy me contó que jamás podría perdonar a Ricardo Franco y a José Luis Gómez la asquerosidad de que mataran a un burro y a un perro en La familia de Pascual Duarte. "Lo del perro fue una canallada, era un animal buenísimo" me dijo Naschy, "muy cariñoso, un perro que había acompañado al equipo durante todo el rodaje. Hay que ser muy mal nacido para hacer algo así, pegarle un tiro a un perro, con lo fácil que es utilizar un narcótico". Es más fácil hacerlo de verdad, Paul, ya que, según Bertolucci, para conseguir ciertas cosas, como el tango a la mantequilla, hay que ser completamente frío. O mejor aun, un puto psicópata.
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