Fue una suerte que a las nueve de la noche la mayoría de los independentistas catalanes decidieran apagar la televisión para desoír el mensaje real. "Desconectar la monarquía y encender la república" era el lema oficioso. Más que sospecharlo, estaban seguros de lo que iban a oír, la matraca de siempre, el guión institucional del que Felipe VI no iba a salirse ni un pelo y del que, efectivamente, no se salió. La unidad de España, la legalidad democrática, la convivencia de los pueblos, etc. Ni una palabra a la falta de diálogo, a los oídos sordos, al muro de silencio donde, desde hace mucho tiempo, rebotan las reclamaciones independentistas, los deseos de una minoría que va creciendo año tras año y que, cada minuto que pasa, se va convirtiendo en mayoría. Ni una mención contra los excesos policiales y la fuerza bruta desplegada el pasado domingo contra una población indefensa, el disparate que ha copado las portadas internacionales y que ha sacado a media Cataluña a las calles.
Tenía mucho mérito conseguir esa unanimidad informativa justo el pasado lunes, un día después de que un francotirador chiflado disparase contra una muchedumbre indefensa que disfrutaba de un concierto en Las Vegas y matara a más de medio centenar de personas. El tipo había comprado 27 armas automáticas en la misma tienda, las metió en una habitación del hotel y desde una ventana montó una carnicería tan espectacular que, visto el daño producido, el ISIS se apresuró a reclutarlo post mortem. Con similares motivos podían haber reivindicado el referéndum apócrifo del domingo, la gratuita somanta de palos a la gente que andaba por ahí, L'Estaca de Lluis Llach y también, por qué no, el discurso incendiario del rey. "Deslealtad inadmisible" dijo el monarca en el primer minuto, sin entender, que a estas alturas del milenio y con las calles tomadas por muchedumbres que portan la estelada, esas palabras huelen ya a medievo, a alcanfor, a vasallos, a jura de Santa Gadea, a apaga y vámonos.
Era previsible. Puigdemont, en su discurso triunfal del domingo, dejó una pequeña -muy pequeña- rendija abierta al diálogo, a la mediación, y Mariano le respondió ayer con tres interlocutores de lo más dialogante: Rafael Hernando, Pablo Casado y, para terminar de arreglarlo, Xavier García Albiol, dos metros de xenofobia y malos modos que protagonizó su campaña como alcalde con el higiénico lema "Limpiando Badalona". El discurso del rey (algún día habrá que felicitar al humorista que los redacta), en lugar de cerrar heridas, ahondó la brecha, esparció sal y tabasco a gusto, y criminalizó no sólo a los dirigentes catalanes sino a casi tres millones de personas.
Para empezar, no se puede llenar uno la boca de democracia cuando el cargo de Jefe del Estado le ha caído por lotería biológica de manos de otro demócrata que lo heredó a su vez de un dictador genocida. Tampoco hablar de marco institucional y de cauces legales cuando desde hace cuatro décadas los cauces legales están taponados como arterias repletas de colesterol y el marco institucional, sagrado e inviolable, se cambia de la noche a la mañana para ayudar al expolio bancario. Menos aún de respetar las leyes cuando la Fiscalía y Hacienda declararon, al unísono, que sentar a la infanta Cristina en el banquillo sería "una discriminación" y consiguieron que el proceso subsiguiente pareciese una verbena.
Y en esas estamos, al borde del abismo, con la Declaración Unilateral de Independencia a un paso y la enésima versión del mensaje navideño adelantado tres meses y trufado de polvorones que pueden acabar estallando en pólvora. He aquí lo que ocurre cuando, en lugar de armar un diálogo, se enfrentan dos monólogos. El rey concluyó el suyo con un llamamiento a la concordia que más bien sonaba a amenaza, recordando a los catalanes que se siguen sintiendo españoles que no están solos. Cuando ese es precisamente el problema de millones de catalanes. Que no están solos.
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