Puede gustar mucho o poco, pero lo cierto es que el periodismo cavernario goza de una excelente mala salud, fortalecida a cada nuevo batacazo. Ahí tienen si no a Eduardo Inda, quien está llevando hasta el límite ese principio informativo que dice que lo importante es que hablen siempre de uno, aunque sea en serio. El otro día Inda rememoró su época de director del Marca al escenificar un penalti en la entrada de los estudios de Mediaset y asegurar que el golpe que se llevó con una cámara en el cuello fue una agresión premeditada de uno de los colaboradores del programa de Risto Mejide, Todo es mentira, cuyo título podría ser premonitorio.
No es la primera vez que uno de estos adalides de la libertad de prensa se pelea contra un objeto inanimado: no hay más que recordar aquel célebre incidente tabernario en que Hermann Terstch sufrió un ataque a traición por parte de un taburete. El problema de informar contra viento y marea, contra el sentido común y contra la propia realidad es que a veces la realidad se cabrea y se toma la justicia por su mano. Tertsch juró que la paliza recibida fue obra de profesionales, pero el taburete no quiso hacer declaraciones. No deja de ser significativo que entre la agresión de Tertsch y la de Inda hayan transcurrido exactamente diez años, como si ambas formasen parte del desafío #tenyearschallenge para mostrar que una década después la caverna sigue exactamente en el mismo sitio.
Fue también la semana pasada cuando Federico Jiménez Losantos -uno de los principales promotores del periodismo entendido como papel higiénico- clamaba a través de las ondas este dato espeluznante: "De cada seis niños que mueren en España, cinco los mata la madre". Hay dudas acerca de dónde se sacó la estadística el bueno de Federico, si del programa de Vox o de un alimento en mal estado, pero lo cierto es que su propia supervivencia parece refutarlo, ya que en su caso los niños asesinados serían cinco y medio.
La verdad es que este tratamiento de la actualidad a base de trolas, chascarrillos y patrañas ya va dando sus frutos, no sólo en el manejo de la opinión pública, sino en el desguace de la propia actualidad, que empieza a hacerles la competencia. El penúltimo desmembramiento de Podemos, con el enésimo choque de egos entre Errejón e Iglesias haciendo el Inda a tope, no podría haber quedado mejor ni en una portada de Marhuenda. El partido lleva años deshilachándose en sucesivas peleas de patio de colegio, demostrando una vez más que la izquierda española no tiene rival a la hora de hacerse el harakiri en público y en horario escolar. Aquella inextricable cursilería de Errejón ("la hegemonía se mueve en la tensión entre el núcleo irradiador y la seducción de los sectores aliados laterales") se ha resuelto, puede que definitivamente, en una versión castiza de un cuento de Perrault, con Errejón en el papel de Caperucita, Iglesias en el de lobo feroz y Carmena como herself. No puede decirse que los niños no estuvieran advertidos aunque, la verdad, se echa en falta un taburete a traición.
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