Cuando alguien se pregunta si las mujeres no estarán menos dotadas intelectualmente que los hombres, casi siempre trae preparada una respuesta que implica al mundo de las emociones, del sentido práctico, de la maternidad, la cocina y los pañales. Por lo general, quien se pregunta estas cosas suele ser un hombre, y a veces incluso las pregunta en voz alta, en una universidad y ante una comunidad de científicos, cuestionando si no habrá una causa de origen genético en el hecho, científicamente comprobado, de que hay muchas menos mujeres que hombres apuntadas en las carreras de ciencias.
Avalan la pregunta varios milenios de historia a lo largo de los cuales muy poquitas féminas asomaron la cabeza en el terreno artístico, literario o musical, no digamos ya en el científico. Karen Uhlenbeck, reciente ganadora del premio Abel de Matemáticas, recibió la respuesta habitual cuando buscaba empleo después de trabajar en la Universidad de Berkeley y en el Instituto Tecnológico de Massachussets; le dijeron que nadie contrataba mujeres, porque las mujeres debían estar en casa y cuidar de los niños. Luchar contra esos prejuicios, dice Uhlenbeck, es una carga añadida a las tareas de investigación y a veces tan difícil como despejar ecuaciones en derivadas parciales, una de sus especialidades, la cual, por cierto, no tengo la menor idea de cuál será.
En sentido estricto, muchos creen que el equivalente al Nobel de Matemáticas debería ser considerado la Medalla Fields, otro prestigioso galardón que cuenta con una trayectoria mucho más larga y que sólo se concede cada cuatro años. Aun así, en el 2014, la iraní Maryam Mirzajani fue uno de los cuatro matemáticos agraciados con el premio y la primera mujer en recibirlo, aunque murió tres años después, con sólo 40 años, de un cáncer de mama.
Una vez, en uno de esos saraos literarios, un escritor de cuyo nombre no quiero acordarme me preguntó cómo es que no había aparecido hasta ahora un Shakespeare, un Cervantes, un Dante o un Montaigne femenino si no había diferencias genéticas sustanciales entre ambos sexos y las mujeres contaban en teoría con el mismo talento que los hombres. Le contesté que en una civilización hecha a mayor gloria del hombre blanco y donde las mujeres estaban reducidas al papel de esclavas resultaba una proeza increíble que cualquiera de ellas destacara en algo que fuese más allá de las tareas domésticas. Aun así, creía recordar que la primera persona conocida que firmó sus textos fue una mujer (he mirado en internet el nombre: la acadia Enheduanna) y que el primer gran poeta lírico de la historia fue Safo de Lesbos. Sin duda, a Enheduanna le ayudó bastante en su carrera literaria el ser hija del rey Sargón I y sacerdotisa del templo de Nannar, porque la pobreza parece ser también un buen fardo en lo que se refiere a labores intelectuales.
Como explica el físico Neil DeGrasse Tyson, a la cuestión de por qué hay menos mujeres que hombres estudiando ciencias, antes de hablar de diferencias genéticas, habría que preguntar primero si a lo largo de la historia las mujeres tuvieron las mismas oportunidades para acceder a la educación que sus colegas masculinos. De Grasse Tyson lo sabe por experiencia, porque, aunque nunca ha sido mujer, sí que ha sido negro toda su vida y recordaba las veces que sus profesores le preguntaban si no prefería dedicarse al atletismo o al baloncesto en lugar de a la astrofísica. Sobre la diferencia entre el cerebro femenino y el masculino había un video de un científico musulmán que explicaba que el hombre piensa primero y habla después, mientras que la mujer habla primero y luego piensa lo que ha dicho. Estaba claro que aquel científico debería haberlo pensado antes.
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