Este mes de abril se cumplió el primer centenario de la fundación de Save the Children, una organización no gubernamental destinada a defender los derechos de los menores de edad. Niños ha habido siempre, pero la conciencia de su indefensión es algo muy reciente, mucho más de lo que nos pensamos. Puede decirse que la niñez no tomó carta de ciudadanía literaria hasta el día en que Oliver Twist se levantó durante la cena en el orfanato y pidió otra ración de comida. Hasta entonces la infancia en los libros era como una enfermedad grave que había que pasar a las malas, entre pescozones, abusos, palizas y amenazas de muerte. Telémaco no era más que un estorbo en el lecho de Penélope y Lázaro de Tormes un muerto de hambre en proceso de raquitismo. Ambos tenían que darse prisa en crecer cuanto antes.
Fue una mujer, Eglantyne Jebb, la primera que comprendió el desamparo esencial en que subsistían millones de críos y también la primera que hizo algo para remediarlo. Profesora de primaria en Inglaterra, Jebb hizo un viaje a los Balcanes en 1913 y allí descubrió las terribles condiciones de vida de los refugiados macedonios, en especial de los más pequeños. Con el comienzo de la Primera Guerra Mundial, la situación se agravó y junto a su hermana, Dorothy, volvió a Gran Bretaña con el fin de organizar una fundación que recaudara fondos para los huérfanos de guerra. En abril de 1919, casi al cese de las hostilidades, Save the Children era una realidad, pero Jebb tuvo que enfrentarse a un proceso en que se le acusaba de haber ayudado al enemigo por sus argumentos en contra del bloqueo. A pesar de la condena y la multa que le impusieron, la ardiente defensa de sus ideales resultó tan elocuente que tanto el fiscal como el juez contribuyeron con donativos a su causa. No hacía distinciones de sexo, clase, religión o raza: para ella todos los menores de edad eran víctimas. Una frase suya se convirtió en uno de los lemas de la organización: "Todas las guerras son guerras contra los niños".
Después de la guerra, Eglantyne Jebb dedicó su esfuerzo y su talento a extender su pequeña red de benificiencia por todo el mundo. Consiguió el apoyo de escritores, periodistas, médicos y voluntarios de diversos países; entabló relaciones con la Iglesia Católica a través del Papa Benedicto XV y con la Cruz Roja en Ginebra; lanzó un impresionante contigente de ayuda humanitaria para paliar la hambruna en la Unión Soviética, inmersa en medio de una sanguinaria guerra civil en la que participaban diversas potencias occidentales y orientales. Más adelante, en 1923, preparó un borrador de cinco puntos fundamentales que sería la viga maestra de la futura Declaración de los Derechos del Niño de 1959 en la sede de las Naciones Unidas.
Murió el 17 de diciembre de 1928, a los 52 años de edad, de una apoplejía, pero había conseguido afianzar las bases de una organización que actualmente cuenta con representación en más de cien países y que desarrolla programas de educación, sanidad, nutrición, atención, prevención de la violencia y lucha contra la explotación laboral infantil y el tráfico de seres humanos. Logró, además, algo más importante, concienciar al mundo entero del desamparo en que malvive buena parte de la humanidad, la parte más débil, indefensa y también la más importante. Probablemente no sabía nada de ella, pero creo que Miguel Hernández también estaba pensando en Eglantyne Webb cuando dio a luz el poema más terrible jamás escrito sobre la injusticia del trabajo infantil, El niño yuntero:
Me da su arado en el pecho,
y su vida en la garganta,
y sufro viendo el barbecho
¿Quién salvará este chiquillo
menor que un grano de avena?
¿De dónde saldrá el martillo
verdugo de esta cadena?
Que salga del corazón
de los hombres jornaleros,
que antes de ser hombres son
y han sido niños yunteros.
Comentarios
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