En el documental de Netflix sobre Jesús Gil, acertaron a definirlo con el término "pionero". Un periodista con gafas tintadas, probablemente para que no le cegara el resplandor del personaje, decía: "España es tierra de conquistadores, ¿es usted un conquistador, señor Gil?" "Conquistador en sí no" replicaba Gil, midiendo por última vez sus palabras. "Soy, por lo menos me tengo por creador". Lo mejor de todo es que en esas imágenes en blanco y negro aparece un Gil en ciernes, un Gil prematuro, todavía prehistórico, muy anterior al Atlético y a Marbella, pero que ya era consciente de todos los trapicheos y barrabasadas urbanísticas que iba a cometer más adelante, como si tuviera noticia de los juicios y escándalos y las cadenas que luciría colgadas del cuello mientras chapoteaba en una piscina al tiempo que por teléfono parecía estar comprando el futuro.
Es curioso que Harvey Weinstein -otro personaje pantagruélico y bigger than life que comparte con Gil la chulería, la intimidación y la desmesura física- haya empleado la misma palabra para delimitarse a sí mismo: se considera también un pionero, no en el campo de la producción cinematográfica sino en el campo de la reivindicación de los derechos femeninos en el séptimo arte. "Hice más películas dirigidas por mujeres y sobre mujeres que ningún otro realizador cinematográfico, y hablo de 30 años atrás". No vamos a rastrear ahora el catálogo de Miramax para sacar a la luz cursilerías del rango de Shakespeare in love o Chocolat, pero basta advertir que se compara a sí mismo con un "realizador cinematográfico", delirio de grandeza que explica el maltrato que sufrieron a sus manos directores como Guillermo del Toro, David O. Russell o James Mangold y las humillaciones a las que sometió a genios consagrados como Bernardo Bertolucci o Martin Scorsese.
Quien quiera hacerse una idea del talante de Harvey y Bob Weinstein puede echar un vistazo a Sexo, mentiras y Hollywood, el fascinante reportaje de Peter Biskind en que Miramax sale retratada al estilo de una sucursal de la mafia con ambos hermanos en el papel de capos y matones bien chungos. A pesar de sus esfuerzos por esconder sus desmanes mediante sobornos, amenazas y truculentas campañas de prensa, era cuestión de tiempo que la bazofia brotara salpicando en todas direcciones, aunque difícilmente era previsible que saliera por la única grieta que Biskind omite en el libro: la bragueta. Ninguna mujer se había atrevido a plantar cara a Harvey Weinstein hasta que Ashley Judd y Rose McGowan destaparon la caja de Pandora y Hollywood se escandalizó con la misma desvergüenza que aquel gendarme de Casablanca: "Qué vergüenza, qué vergüenza, he descubierto que aquí se viola".
La última vez que Weinstein apareció en los juzgados, el pasado fin de semana, se marcó un Pinochet de libro haciendo como que cojeaba apoyándose en un andador, intentando dar lástima. Fue una actuación de Oscar, de ésas por las que la Academia regala nominaciones y estatuillas, pero la bocaza le traicionó dos días después en sus declaraciones a The New York Post, al decir que lo que se merecía por su trabajo a favor de los derechos de las mujeres era "una palmadita en la espalda". Con cinco cargos por violación a una mujer y una agresión sexual a otra, más las docenas y docenas de acusaciones acalladas a base de chantajes y sobornos, no parece la mejor estrategia para enfrentarse al juicio previsto para el 6 de enero y en el que podría acabar con cadena perpetua. Mientras Jesús Gil acertó en sus predicciones a largo plazo, Weinstein va a quedar como un pionero a posteriori, el pionero de los abusos al por mayor, el primer productor todopoderoso al que todo el mundo va a recordar por su papel de violador con chequera.
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