Ayer domingo los niños salieron a la calle en tromba como no se veía desde 1983. Quizá desde antes, porque no había tanto niño junto en las ciudades españolas desde que salíamos a jugar con espadas de madera allá a finales de los setenta. Por aquel entonces la calle era nuestro hábitat natural: los críos nos pasábamos todo el santo día fuera de casa jugando al trompo, a las chapas, a la lima, a las bolas, al dólar, al rescate, a churro media manga manga entera y a otros pasatiempos sumamente peligrosos para la pedagogía, la autoestima y la columna vertebral. En mi barrio poníamos petardos en las mierdas de perro y disparábamos piedras con trabucos manufacturados a base de botellas de leche: una noche yo dejé tres calles a oscuras de una sola pedrada, una hazaña que profetizaba varias escenas de Acorralado, con Rambo derribando helicópteros, degollando perros por deporte y recordando el tiempo en que Vietnam era una fiesta.
Por eso mismo, por el riesgo de dejarnos sueltos en la jungla de asfalto, fue que la informática se desarrolló a velocidad de vértigo y muy pronto las tristes raquetas de tenis electrónicas y las lamentables pantallas de comecocos evolucionaron hasta las complejas escenografías en tres dimensiones y pico que disfrutan los críos de hoy día en sus hogares. Rara vez se ve ahora un triciclo o una bicicleta en el exterior, salvo en las películas de Garci. Probablemente habría muchos niños que ansiaban jugar al fútbol en el césped en lugar de en la Wii, pero este domingo fueron los padres quienes tomaron los parques por asalto con la excusa de que los hijos se les estaban acartonando entre cuatro paredes: más de uno se pintó unas pecas y se puso pantalones cortos para subirse al patinete y recobrar la infancia perdida. No hay como que te prohiban algo para que te den ganas de pasarte la prohibición por el arco del triunfo, aunque te vaya en ello la salud, la vida, las estadísticas y el sistema sanitario en conjunto.
La mayor parte de los niños que rabiaban por salir a la calle habían rebasado ampliamente las cuatro décadas de edad, algunos incluso ya estaban instalados en la tercera. Por eso unos cuantos firmaron un manifiesto el viernes para tronar contra la dictadura del confinamiento, a pesar de que las cifras demuestran que el encierro doméstico ha resultado el arma principal contra la pandemia del Covid-19. Ocurre que, por esos caprichos de la democracia, este ejercicio de reclusión forzosa ha sido impuesto por el gobierno equivocado, cuando la derecha lleva acariciando el sueño húmedo del autoritarismo desde que Fraga proclamó que la calle era suya. En buena parte, los abajo firmantes son los mismos amantes de la libertad que impusieron la ley mordaza, azuzaron a los antidisturbios contra los manifestantes en Madrid y en Barcelona y pusieron entre rejas a cantantes y titiriteros.
Entre ellos, aparte de Rosa Díez, Esperanza Aguirre, Albert Rivera, Cayetana Álvarez de Toledo y Vargas Llosa, destaca la firma del ex presidente del gobierno, José María Aznar, que se saltó el confinamiento con su esposa Ana Botella desde el primer minuto de partido, porque a él nadie le va a decir si puede coger el coche o el patinete borracho perdido. En uno de sus monólogos magistrales decía Pedro Reyes, que en paz descanse, que el hombre, para desarrollarse, tiene que ser primero niño, a excepción de José María Aznar, que cuando era un niño parecía un hombre, y ahora que es un hombre, piensa como un niño. Es primavera, sí, pero hay capullos que nunca florecerán.
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