El Imperial War Museum de Londres es uno de los pocos museos militares de los que uno sale como debería salir de la guerra: afligido, aterrado, asqueado de la infinita capacidad del ser humano para dañar a sus semejantes, y del ingenio y el entusiasmo con que se aplican a la tarea. De los sables, los galones, los vistosos uniformes, las enseñas de los heroicos regimientos, el visitante sube a la sala dedicada al mariscal Montgomery, el vencedor de El Alamein, y puede escuchar su primer discurso al frente del Octavo Ejército, desmoralizado tras las sucesivas derrotas infligidas por el Afrika Korps de Rommel. Sin embargo, también puede visitar la recreación de una trinchera de la Primera Guerra Mundial -una caverna plagada de oscuridad, deshechos y cadáveres en descomposición donde un periscopio permite atisbar, a lo lejos, la temible línea de alambradas- o asistir a uno de los blitz que asolaron Londres para emerger después a la desolación de una calle recién bombardeada, entre edificios incendiados, sirenas de bomberos y un inquietante olor a gas procedente de una tubería reventada.
Presidiendo una de las salas, enigmática como una abeja reina, se halla una réplica de Little Boy, el primer artilugio atómico lanzado sobre una población, la bomba que al detonar a medio kilómetro de altitud borró del mapa la ciudad de Hiroshima. Al otro extremo del museo y de la inventiva tecnológica, el curioso visitante puede contemplar, si tiene estómago suficiente, una película casera rodada durante el genocidio de Ruanda donde un grupo de voluntarios mutilan y decapitan a un grupo de personas a machetazos. Del machete a la bomba atómica hay un largo camino de progreso y desarrollo del homicidio, una parábola que recuerda aquel parlamento de Cormac McCarthy en Meridiano de sangre: "Da igual lo que los hombres opinen de la guerra, dijo el juez. La guerra sigue. Es como preguntar qué opinan de la piedra. La guerra siempre ha estado ahí. Antes de que el hombre existiera, la guerra ya lo esperaba. El oficio supremo a la espera de su supremo artífice. Así era entonces y así será siempre. Así y de ninguna otra forma".
Siempre me ha sorprendido, aunque ya no tanto, que cada 6 de agosto, día que se celebra el aniversario de la bomba de Hiroshima, se soslaye o apenas se diga nada sobre su melliza, la bomba que tres días después destruyó Nagasaki y que supuso la rendición incondicional de Japón a los Estados Unidos. Fuera de Japón, casi no existen celebraciones internacionales sobre Nagasaki, quizá porque sería redundante, tan redundante como el propio Fat Man, que sólo se distinguía de Little Boy en que empleaba plutonio en lugar de uranio. Se ha dicho que los estadounidenses lanzaron la primera bomba atómica para evitar el elevado número de bajas que iba a costarles la invasión del archipiélago, una vez comprobada la ferocidad con que el ejército japonés se defendió en Okinawa y en Iwo Jima. Poco les importaba, al parecer, las 140.000 vidas de civiles que se llevó por delante aquella explosión semejante a mil soles, por no hablar de las terribles secuelas del envenenamiento y la radiactividad en los supervivientes.
También se ha dicho, respecto a la segunda, que fue un aviso a los soviéticos para que fuesen preparando la guerra fría, como si los soviéticos, empezando por Stalin (que tenía espías metidos dentro del mismísimo Proyecto Manhattan), no supiesen que podían fabricar más de una. Hiroshima y Nagasaki son el ejemplo supremo de que, en las guerras actuales, no sólo no hay lugar seguro donde permanecer a salvo sino que la población civil tiene tantas o más posibilidades de morir que los soldados en mitad de una batalla. En el frente occidental, durante los días finales de la guerra, la ciudad de Dresde fue sometida a cuatro ataques aéreos consecutivos con explosivos y bombas incendiarias que dejaron la ciudad arrasada. Kurt Vonnegut, prisionero de los alemanes por aquel entonces, relató su experiencia de aquel bombardeo inconcebible en una novela, Matadero Cinco, en la que tuvo que recurrir a la ciencia-ficción para hacer frente al horror de lo vivido. Tal vez sea el mejor libro jamás escrito sobre la Segunda Guerra Mundial o sobre cualquier guerra, aunque la retórica de Vonnegut resulta mucho más escueta que la de McCarthy: "Un pájaro le dijo a Billy Pilgrim: ¿Pío-pío-pi?"
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