Punto de Fisión

De coronas y de virus

De coronas y de virus

A estas alturas de la película lo que sabemos sobre el coronavirus es más o menos lo mismo que sabemos sobre la corona sin virus, o sea, poco, muy poco. Sabemos que la monarquía es una enfermedad hereditaria que se transmite de padres a hijos, y también sabemos que las mujeres tienen menos posibilidades de contraerla, menos todavía que el coronavirus, prácticamente ninguna, aunque ningún epidemiólogo ni tampoco ningún experto en líneas sucesorias haya podido dar una explicación satisfactoria a esta discriminación por sexo. Sabemos que la mayoría de los positivos son asintomáticos, igual que la inmensa mayoría de los republicanos no presentan signo alguno de republicanismo y van por ahí haciendo loas de la monarquía y gritando viva el rey.

España es un país de misterios irresolubles, tanto que no se sabe si empezó con la Constitución de 1837, con la de 1812, con la boda de los Reyes Católicos o con la fundación del cementerio de Atapuerca. Ignoramos quién escribió el Lazarillo, quién escribió el Poema del Cid y quién escribió ese artículo fascinante de la Constitución de 1978 en el que el rey es declarado inviolable, como si fuese John Rambo en un drama carcelario. De hecho, cada día que pasa, la monarquía española se parece más y más a la franquicia de Rambo, y lo de franquicia, en efecto, lo digo con segundas. Los enigmas se acumulan uno detrás de otro, al estilo de aquella teleserie, Perdidos, donde cada pregunta no generaba una respuesta sino tres o cuatro preguntas más, y así sucesivamente, hasta que la audiencia empezaba a sospechar si lo de Perdidos no iría por ellos.

Con el coronavirus sucede tres cuartos de lo mismo y ningún científico ha podido explicar por qué en una corrida de toros el público puede acudir en tromba, sin respetar la distancia de seguridad, mientras que en una representación teatral, en un estreno cinematográfico o en un concierto hay que andar con un palo, alejando a los vecinos. Probablemente algo tendrá que ver el cariño que la monarquía, y muy en especial el rey emérito, ha guardado siempre a la llamada fiesta nacional, un espectáculo que consiste en divertirse a costa del sufrimiento y la muerte de un mamífero. Hay miles de imágenes del rey Juan Carlos en la plaza, en el balcón de autoridades, aplaudiendo y pasándoselo en grande ante la destreza de banderilleros y picadores, pero no hay muchas fotos suyas en el teatro, en un concierto o en un cine, no digamos en una biblioteca, probablemente porque la cultura sin sangre de verdad le aburría mucho al hombre. En las contadas ocasiones en las que el rey acudía a la Feria del Libro de Madrid seguramente era más por la feria que por el libro.

Del mismo modo, se ignora el mecanismo por el cual el coronavirus se ceba con discotecas y bares nocturnos al tiempo que permite viajar tranquilamente a muchedumbres en metro, cuando el metro, obviamente, no lo ha pisado el rey en su vida. La ilusión, decía Buñuel, viaja en tranvía. La verdad es que parece una película de Buñuel eso de ver a gente paseando sola por el parque con mascarilla y a multitudes bebiendo tranquilamente sentadas en una terraza. Mientras la economía recomienda el tabaco, la salud recomienda la mascarilla. Es todo muy extraño y muy contradictorio, pero a lo mejor más por la corona que por el virus.

 

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