Punto de Fisión

Segar los cielos

 

Exhumación de víctimas del franquismo en el barranco de Víznar. Álex Cámara / Europa Press
Exhumación de víctimas del franquismo en el barranco de Víznar.
Álex Cámara / Europa Press

En uno de los relatos de Segar los cielos, el último libro de Abraham García, una anciana al borde de una fosa común reconoce los huesos de su padre por los anillos de los que su madre hablaba siempre, sin saber que en realidad los anillos cambiaron de dueño mucho antes de acabar bajo tierra. El libro está plagado de detalles fabulosos por el estilo, pero a menudo la realidad se permite excesos que no podría igualar ni el más bizarro de los novelistas. De hecho, esta misma semana se ha publicado una noticia que, de haberse incluido en cualquiera de estos relatos, habría sido abucheada, denunciada y ridiculizada como ejemplo de burdo maniqueísmo.

En efecto, apenas unos días después de que Esperanza Aguirre, Santiago Abascal y otros alabarderos de la barbarie intentaran una vez más derogar la ley de Memoria Histórica, un grupo de arqueólogos de la Universidad de Granada ha encontrado, entre los restos de unos esqueletos desenterrados en el barranco de Víznar, en Granada, el cráneo de un niño de entre once y catorce años. La calavera mostraba un agujero de bala y junto a ella hallaron un lápiz y una goma de borrar prácticamente fosilizados por el tiempo.

El hallazgo resulta tan brutal y certero que no hay manera de aceptarlo como ficción: un crío ejecutado de un tiro en la cabeza muy cerca de donde asesinaron a Federico García Lorca. Quizá no exista mejor símbolo de lo que fue realmente el franquismo, su bestialidad, su sadismo, su repugnante desprecio de la vida, la cultura y los derechos humanos, que el cráneo reventado de un niño anónimo, y un lápiz y una goma de borrar sepultados para siempre a su lado. "Un arcángel de frío" escribió Lorca al final de la Gacela del niño muerto.

En Segar los cielos, Abraham García recobra la memoria de aquellos soldados republicanos que se negaron a aceptar la derrota y se echaron al monte dispuestos a continuar la guerra como fuese, de las mujeres que los ayudaban, de los hijos y familiares que vivieron con la mancha del oprobio en una España acogotada y aterrada. Son historias enhebradas al calor de la lumbre, entre el eco de los disparos, el recuerdo del hambre y los susurros del miedo. Muchas de ellas parten de anécdotas que el propio Abraham escuchó de niño, guardando cabras a orillas del río Gévalo, junto a las fuentes de la Teja y la Jarrumbrosa, en las cumbres del Risco Grande y de la sierra de la Hiruela.

Con todo, lo que convierte Segar los cielos en un volumen inolvidable son tanto los testimonios terribles que recoge como la poderosa voz con la que están contados. Este año cerró Viridiana, el templo de Abraham García, uno de los mejores restaurantes del mundo, y en su lugar tenemos un libro de relatos extraordinario, unas páginas que certifican que, aunque acabamos de perder a un cocinero genial, a cambio hemos ganado un narrador asombroso, dueño de un estilo telúrico y elíptico, y de un dominio absoluto del espacio y el tiempo. Un digno heredero, probablemente el único en nuestro idioma, del Rulfo de El llano en llamas, un Rulfo trasplantado a los montes de Toledo, acuciado por la miseria de la posguerra, la urgencia de narrar y la responsabilidad de dar voz a los que nunca la tuvieron.

Desde el primer cuento, Noche de reyes (donde, en apenas una página, se arma un monstruoso cepo de palabras), los castigos y venganzas, los encuentros y desencuentros, los celos y amoríos, las emboscadas entre maquis y guardias civiles se suceden en una contradanza de intensidad casi insoportable. Imposible olvidar el diálogo entre un viejo guerrillero y un guardia a través de una partida de cartas; los cigarrillos liados a mano en medio de la noche; el remordimiento de la mujer que fue incapaz de refrenar sus ansias de desquite; los dos hermanos gemelos confundidos en la muerte; los atroces recuerdos de un anciano que asistió muchos años atrás a la rapa brutal de las esposas de los maquis en medio de un prado. Segar los cielos es un monumento a la memoria perdida y rescatada, un libro que huele a vino rancio, a pólvora, a picadura de tabaco, un libro escrito con un lápiz y una goma de borrar encontrados en una tumba sin nombre, junto a la calavera de un niño muerto por Dios y por España.

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