Punto de Fisión

No digas nada

No digas nada

No lo parece, pero a menudo el humor -y en concreto el humor negro- puede ser el instrumento más efectivo para enfrentarse a una tragedia. Aunque sea una tragedia tan descomunal, sanguinaria y compleja como el conflicto norirlandés, las tres largas décadas de enfrentamientos, tiroteos, torturas, secuestros y asesinatos que en inglés se conocen por el eufemístico apodo The Troubles. El dramaturgo David Ireland lo hizo en Cyprus Avenue, una descacharrante y escalofriante comedia en la que un viejo protestante de Belfast contempla en su nieta recién nacida el vivo retrato de Gerry Adams, piensa si su hija no se habrá acostado con el odiado líder del Sinn Féin, le pinta una barba a la niña para comprobar el parecido, sufre alucinaciones cada vez peores y termina contactando con un pistolero del Ulster para confesarle que Gerry Adams "se ha disfrazado de bebé y ha conseguido infiltrarse en mi casa". Lo cual resulta una sorprendente y acertada metáfora no sólo del estado de paranoia infernal vivido en Belfast como de la trayectoria política de Gerry Adams.

Lo cuenta Patrick Radden Keefe en No digas nada, un monumental reportaje que sigue la pista de la desaparición de Jean McConville, una viuda de 38 años que dejó diez pequeños huérfanos aquella lejana noche de 1972 en que unos encapuchados se la llevaron de su casa. Cuando por pura casualidad, después de infructuosas búsquedas, sus restos mortales brotaron en el verano de 2003, en una playa cercana a Carlingford, volvió a reaparecer también el fantasma de una matanza que había cosechado más de 3.500 muertos (casi 1.900 de ellos civiles) y cuyas heridas estaban lejos de cerrarse. Una matanza que empezó con una marcha por la paz brutalmente reprimida por la policía y los agitadores lealistas y que terminó por implicar al ejército británico, a varias facciones del IRA y a diversas fuerzas protestantes del Ulster. Con montones de ciudadanos irlandeses e ingleses en medio. Nunca quedó claro si McConville, ejecutada por varios voluntarios del IRA provisional, era una informante de la policía o si su crimen fue ayudar a un soldado británico herido que gritaba al lado de su ventana. Lo que el autor indaga con el nervio de un novelista metido a detective es la responsabilidad de diversos líderes terroristas en su asesinato, básicamente Dolours Price, Brendan Hughes, Ivor Bell y el propio Gerry Adams.

Porque, a estas alturas, a nadie pueden sorprender la astucia y la destreza del mítico líder del Sinn Féin para caer hasta el fondo de una alcantarilla llena de mierda y emerger con un reloj de oro en cada muñeca. Adams no sólo ha salido indemne de atentados, condenas, interrogatorios y torturas; no sólo ha sobrevivido y eclipsado a sus compañeros de lucha, sino que también ha sido uno de los pocos que sacó provecho del conflicto hasta el punto de hacer creer a medio mundo que él no tuvo nada que ver con la violencia. Hubo un tiempo, al poco de ser elegido diputado por Belfast, en que el gobierno británico cometió la torpeza de prohibir que se oyera su voz por televisión, con lo que cada vez que aparecía en una entrevista o un mitin tenía que ser doblado por un actor (uno de ellos fue Stephen Rea, quien acabó casándose con la ex terrorista Dolours Price). El falso Gerry Adams de la televisión, que hablaba con la voz de otra persona, no era muy distinto del auténtico Gerry Adams, el mismo que juraba a todo el que quisiera oírlo que él jamás pintó nada en el IRA provisional, cuando había sido nada menos que el líder principal y uno de sus fundadores. Es una costumbre que le viene de antiguo, de los primeros años de lucha, cada vez que lo detenían y decía que qué va, que él no era Gerry Adams.

En medio de ese clima demencial de horror y de violencia, entre soplones y asesinos, entre las bombas del Viernes Sangriento y el brutal atentado de Omagh, entre el asesinato de Lord Mountbatten y los civiles acribillados por el ejército en el Domingo Sangriento, entre las huelgas de hambre que se llevaron por delante a docenas de presos y la brutal tortura de las hermanas Price en la cárcel, casi se agradece la nota de humor negro con que el IRA anunció el alto el fuego: al primero que se le ocurriera romperlo le pegarían un tiro. El título del libro, una cita de un poema del premio Nobel Seamus Heaney, alude a la ley del silencio que imperaba en Belfast y alrededores, una especie de omertá a la irlandesa que fue imprudentemente rota por el tesón de unos historiadores empeñados en recabar testimonios de los atentados. He ahí otro toque cómico en mitad de la tragedia: la insensata creencia de que un bastión universitario como el Boston College podía resistirse a los requerimientos judiciales. Parece mentira que hasta hace poco se estuvieran rodando numerosas secuencias de Juego de tronos en el museo de los astilleros del Titanic en Belfast, con figurantes empapados en sangre de fogueo que luego salían a las mismas calles donde sólo unas décadas atrás se habían estado matando los Stark y los Lannister. Christopher Hitchens relata cómo, en los años duros de The Troubles, la policía detuvo su coche en un puesto de control y le preguntó si era católico o protestante. "Soy ateo" dijo Hitchens. "Ya" repuso el policía. "Pero, ¿ateo católico o ateo protestante?"

 

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